Éxodo infantil: sin solución rápida ni fácil

María Luisa Arredondo.
María Luisa Arredondo.

Con su bebé de sólo cuatro meses llorando inconsolable sobre su regazo, una joven guatemalteca de 22 años lucha por mantener la calma y el equilibrio en el techo de La Bestia, como se conoce al tren que transporta a los indocumentados centroamericanos hacia Estados Unidos. Llevan ya 14 horas de recorrido y apenas han cruzado la frontera sur de México.

Un reportero de la cadena Univision le pregunta si tiene hambre y murmura que sí. En su rostro se reflejan el cansancio, la angustia y el temor. Pero al preguntarle por qué decidió emprender el viaje, su voz se torna fuerte y firme : “por la pobreza”, dice mientras acaricia la cabecita de su bebé, que no deja de llorar.

La determinación de la mujer es la misma entre los cientos de inmigrantes que la acompañan en ese recorrido incierto. Las respuestas tanto de las madres que viajan con sus  niños, como de los jovencitos y hombres a quienes el reportero interroga son similares: todos buscan escapar de la miseria, de la falta de oportunidades y la violencia en sus países o bien reunirse con los seres queridos que ya se encuentran en Estados Unidos. Y para alcanzar su objetivo, poco les importan los riesgos a los que se exponen. “Ya Dios dirá”, asegura una mujer de unos 40 años que viaja con su hija adolescente, cuando el periodista le pregunta si no tiene miedo de las bandas criminales o de que la deporten al llegar a Estados Unidos.

La osadía y la tenacidad son características inherentes a todos los que emprenden el viaje. Soportan las inclemencias del tiempo, el hambre, la fatiga, las vejaciones, los riesgos de ser robados, secuestrados o incluso asesinados, todo con el propósito de llegar a la tierra prometida: Estados Unidos.

Una vez aquí, no importa si los detienen. Su empeño  por cruzar hacia el norte es más grande que cualquier muro o ejército de agentes fronterizos. Así es ahora y así ha sido siempre.

En noviembre de 1994, poco después de haberse puesto en marcha la Operación Guardián en la frontera entre Tijuana y San Diego, conocí a  Arturo Estrada, un mexicano que en ese entonces tenía 16 años y quien me confesó que ya lo habían detenido en cinco ocasiones por cruzar la valla sin papeles. “Pero no me importa, lo voy a seguir intentando hasta que lo logre, aunque me tarde años”, me dijo convencido.

En este contexto, es claro que el mensaje del presidente Barack Obama para desalentar el flujo masivo de menores centroamericanos que viajan solos o acompañados de uno de sus padres alertándolos sobre los peligros del viaje y la advertencia de que serán deportados no surtirá efecto alguno.

El problema tampoco se resolverá con el cambio que Obama pretende hacer a una ley de 2008 que establece que los niños que llegan solos a este país desde Centroamérica no pueden ser deportados sin antes presentar sus casos ante un juez de migración.  Mientras comparecen ante las autoridades, los niños pueden permanecer en albergues o con familiares y el proceso puede demorar años debido al rezago que enfrentan las cortes migratorias.

Debido a la intensa presión política que enfrenta por el arribo de más de 40 mil niños centroamericanos de octubre a la fecha, Obama le ha pedido al Congreso que le de mayor autoridad legal para deportarlos de forma expedita.

niños centroamericanos
Una ley de 2004 protege de la deportación automática a los niños centroamericanos que llegan solos a territorio estadounidense. Foto: Facebook.

Por fortuna, varios legisladores demócratas, entre ellos Robert Menéndez, se han opuesto a cambiar la ley bajo el argumento de que, si  se deporta a los niños de manera automática,  se les expondría a ser víctimas de tráfico sexual y otro tipo de abusos y violaciones a los derechos humanos.

La crisis humanitaria que se ha creado no tiene una solución fácil ni rápida. Para empezar a abordar el problema, el gobierno de Estados Unidos haría bien, primero, en tratar de entender y estudiar a fondo las causas del éxodo masivo de niños.

Es innegable que la corrupción e ineficiencia de las autoridades de México y Centroamérica han obligado a millones de sus habitantes a buscar mejores formas de vida fuera de sus países. Pero Washington tiene que aceptar que también ha contribuido al caos con sus políticas equivocadas.

Tanto en México como en Centroamérica incontables campesinos han tenido que dejar sus tierras y emigrar al norte por la competencia desleal de los agricultores estadounidenses que reciben subsidios de su gobierno.  Y en cuanto a la violencia desbordada que aqueja a esa región, no hay que olvidar que la raíz del mal se encuentra en el apetito insaciable de los estadounidenses por las drogas.

La falta de una reforma migratoria, por otra parte, no ha hecho sino perpetuar el abuso y la explotación hacia la mano de obra indocumentada y ahondar el sufrimiento de millones de familias a las que se condena a vivir separadas por años o por toda la vida.

Obama y los legisladores de este país no pueden cerrar más los ojos ante esta realidad. Si de verdad quieren empezar a resolver el problema ha llegado la hora de enfrentar al toro por los cuernos con soluciones humanitarias y responsables y con la conciencia de que la crisis no se resolverá de la noche a la mañana.

 

 

 

 

 

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