El chavismo hundió al castrismo

Roberto Álvarez Quiñones.

Quienes en  América Latina  creen que Hugo Chávez  fue el heredero natural de Fidel Castro tendrán sus razones, pero creo que se equivocan,  al igual que  Nicolás Maduro,  Evo Morales y Daniel Ortega  cuando dicen que el dictador cubano es su padre político e ideológico, o Rafael Correa  cuando asegura que el comandante barbudo fue el inspirador de la “revolución ciudadana” ecuatoriana.

Cometen también un error los actuales gobernantes de  Argentina, Brasil  y Uruguay  cuando rinden pleitesía al anciano caudillo  como presunto precursor del auge de la izquierda y el populismo (constante apelación al “pueblo” para mantenerse en el poder)  de hoy en Latinoamérica.

No es cierto. Dicho boom fue posible precisamente  por el  fracaso histórico de la receta “revolucionaria” de Castro y del Che Guevara.  Los gobernantes  de izquierda en Latinoamérica  llegaron al poder por la vía de las urnas y no como guerrilleros, ni con atentados terroristas, o asaltos a bancos.

Por irónico que parezca, el chavismo hundió definitivamente al castrismo como supuesto proyecto social “revolucionario”.

Fue repartiendo millones de petrodólares y no fusiles o bombas que Chávez  logró tener  una influencia política en América Latina que nunca tuvo el dictador cubano por dos razones:  1) no tenía petróleo, ni tampoco dinero debido al desastre económico comunista;  y 2) porque era  alérgico a las urnas y se aferraba a su tesis –compartida con el Che Guevara  y Mao Tse Tung–, de que “la liberación de los pueblos”  sólo era posible mediante la lucha armada y el derrocamiento violento de las burguesías nacionales aliadas al “imperialismo yanqui.”

Castro jamás habría podido formar  una alianza de varios países subordinados a él políticamente como el  ALBA , creada por Chávez  a puros billetazos  y petróleo gratis, todo succionado del Tesoro de Venezuela. El caudillo venezolano incluso llegó a dominar a la OEA y a imponerle decisiones a su secretario general, el socialista chileno José Miguel Inzulsa. También creó nuevas entidades regionales.

El chavismo y el auge populista latinoamericano constituyen una elocuente  expresión  del fracaso de Fidel Castro y del Che Guevara como  estrategas de la izquierda continental.

Chávez, un ‘flojo’

Ambos acusaban de traidores  a los partidos y líderes de izquierda que participaban en los procesos electorales democráticos. “Le hacen el juego a la burguesía y al imperialismo”, gritaba Castro. Y proclamaron el dogma  de la lucha armada como única vía revolucionaria para llegar al poder.  Debo recordar que el Che  lanzó la consigna mundial de  “crear dos, tres, muchos Vietnam”,   para acabar con el imperio estadounidense y liberar a los pueblos oprimidos.

Cuando recientemente  Mariela Castro comparó a Chávez con el Che Guevara mostró una asombrosa ignorancia sobre la obra y el pensamiento del  argentino. El líder venezolano  habría sido para el Che un enemigo de la revolución, o en el mejor de los casos, un “flojo’ que no merecía  mucho respeto.

Por suerte para los latinoamericanos  la teoría guevarista-castrista del “foquismo”, o sea, crear focos guerrilleros rurales o urbanos que se multiplicarían como un incendio  planetario (lo mismo que pensaba Trotsky), fue sólo apoyada por grupúsculos sin calado político  y no por la izquierda socialdemócrata, y ni siquiera  por los partidos comunistas, que calificaban de nacionalistas pequeño-burgueses  a  Castro y el Che.

Muy escaso respaldo popular tuvieron aquellos  focos  insurgentes urbanos manejados o apoyados  por La Habana, como Tupamaros,  Montoneros,   el  Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Chile, o Acción Libertadora Nacional de Carlos Marighela  (Brasil);  y las guerrillas rurales en varios países.

Alergia a las urnas

El segundo factor que impidió a Fidel influir de veras en el escenario político regional fue su fobia patológica al voto popular, un mal que arrastraba desde  la Universidad de La Habana. En 1947 quiso ser presidente de la Asociación de Estudiantes de la Facultad de Derecho y fue derrotado por su colega Freddy Marín. Luego aspiró a Secretario General de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU), segundo cargo más importante luego del presidente estudiantil,  y fue vencido ampliamente por Alfredo Guevara.  Dado su ego napoleónico, aquellas dos derrotas lo marcaron para siempre.

El golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973 sirvió a Castro para reafirmar que la vía electoral  no era viable. Y en julio de 1979 presentó el derrocamiento  de Anastasio Somoza  por los sandinistas  como muestra de que su teoría  apocalíptica era válida. Eufórico, el tirano  aumentó su apoyo de todo tipo a las guerrillas  en El Salvador y Guatemala en los años 80. Estas, sin embargo, terminaron por aceptar  las reglas del juego “burguesas”  y se convirtieron en partidos políticos. La guerra fratricida alentada por los Castro dejó cientos de miles de muertos, destrucción y dolor.

No es cierto el argumento de que Fidel  y el Che exportaban  la violencia en los años 60 porque había en Latinoamérica dictaduras militares de derecha. En los tres países intervenidos con  guerrilleros cubanos, Venezuela,  Argentina y  Bolivia había  gobiernos  elegidos democráticamente. Incluso el nacionalista René Barrientos, llamado “El general del pueblo” por su popularidad, y  presidente de Bolivia cuando el Che fue allí para “liberarla”, fue electo por amplia mayoría en las elecciones de 1966.

Consejo dictatorial

Luego de las dictaduras de los 70 y parte de los 80,  con la llegada de la democracia, la piromanía de Castro y su rechazo a las elecciones se mantuvieron intactos,  hasta que apareció Hugo Chávez.

En el diario “Granma”, a raíz de la derrota electoral de Daniel Ortega, en 1990,  le oí decir al coronel Jorge Enrique Mendoza, el director del periódico, que Fidel antes de los comicios le dijo al líder sandinista que no cometiera ese error. Pero Ortega, que creía en las encuestas que lo daban como ganador (la gente mentía por miedo), le dijo al comandante que no se preocupara. Y Violeta Barrios lo derrotó fácilmente.  De haber seguido el dirigente nicaraguense el consejo de su maestro cubano tal vez habría continuado la dictadura sandinista hasta nuestros días.

Por entonces vino la caída del Muro de Berlín,  y al quedarse sin los subsidios y el petróleo gratis de Moscú,  Castro se subió al tren  de la “pluriporquería electorera”, como calificaba a las elecciones con varios partidos.

Al salir Chávez de la cárcel en 1994, amnistiado por el presidente Rafael Caldera (el mismo error  de Batista, que amnistió a Fidel  en 1955 porque no lo tomaba en serio),  fue a La Habana y le dijo a Castro que era tan grande la frustración de los venezolanos con los partidos políticos tradicionales que él sería el nuevo Presidente venezolano. Todo dependía de una buena campaña y un discurso atractivo para las masas. Y nadie mejor que un dictador marxista-leninista  con décadas de experiencia  para ser  el consejero  del futuro mesías  revolucionario, a cambio de que bombardease con subsidios y petróleo regalado  a la isla.

Así vio la luz el chavismo, una versión  más autoritaria del  viejo populismo latinoamericano  tipo peronista o varguista (el de Getulio Vargas en Brasil en los años 30, 40 y 50), y  esta vez consistente en un coctel de nacionalismo, marxismo,  fascismo, encendida oratoria de barricada,  castrismo “internacionalista” y un alto fervor antiestadounidense, que se pueden  mezclar todos a la vez, o por separado, a gusto del consumidor.

También es cierto que, aunque había afinidad político-ideológica de Chávez con ciertos líderes políticos latinoamericanos, fue realmente por la fuerza irresistible de sus petrodólares que  tuvo más protagonismo e influencia en la “realpolitik” latinoamericana que el comandante Fidel Castro.

Hay más chavismo que castrismo en Bolivia, Ecuador y Nicaragua, cuyos gobiernos no han estatizado por completo la economía, hay libertad de expresión y partidos políticos de oposición, sindicatos libres  y  medios de comunicación privados, libertades todas inexistentes en Cuba. Y  políticamente están más cerca de Chávez  que de Fidel,  o su hermano Raúl,  los gobernantes de Argentina, Uruguay, Brasil, Perú y El Salvador, aunque en privado rechazasen el autoritarismo y la  increíble subordinación política del teniente coronel a La Habana.

Claro, la influencia regional del chavismo, que no fue demasiado lejos, comenzará declinar hasta desaparecer al faltar ahora el caudillo que firmaba cheques sinfín para sus vecinos y compraba compromisos políticos “bolivarianos” continentalmente. Pero va a seguir causando mucho daño a los venezolanos.

En cuanto al castrismo, aunque no lo admitan públicamente, los líderes latinoamericanos lo perciben como un fósil jurásico. Ni los chavistas lo quieren para Venezuela.

 

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