“El Partido te dijo que rechaces la evidencia de tus ojos y oídos. Esta fue su final y más esencial orden” – George Orwell, 1984.
Por Virginia Gaglianone
Esta semana, los republicanos decidieron “castigar” con sus votos, o mejor dicho, con la falta de estos, a Liz Cheney, una de las candidatas en las elecciones primarias republicanas del 16 de agosto pasado. Cheney, quien ha sido representante de Wyoming desde 2017, y ha ocupado una de las posiciones de liderazgo más altas del partido conservador “osó” oponerse a Donald Trump cuando votó, años atrás, a favor del juicio político del expresidente, y recientemente, al presidir las audiencias de la fallida insurrección del 6 de enero pasado. Como resultado de haber alzado la voz y cuestionado las acciones de Trump, los seguidores del exmandatario iniciaron una campaña en su contra, y apoyaron a su contrincante.
Pero lo anecdótico de los resultados arrasadores de esta semana no fue el hecho de que Cheney haya perdido las elecciones, sino el recordatorio de la poderosa influencia que los partidos políticos ejercen sobre sus miembros, miembros que tan solo unos años atrás habían votado a Cheney con amplia mayoría.
Cada día, millones de personas repiten y defienden ciegamente lo que su partido o grupo social les dice que deben apoyar o condenar, renunciando así a su capacidad de discernimiento. Esto no es algo nuevo ni exclusivo de los partidos políticos, pero se amplifica aún más a través de las redes sociales, que actúan como cámaras de eco, influyendo y reforzando nuestras opiniones.
Liberales o conservadores, feministas o machistas, izquierda o derecha, pro-vida o pro-choice.
Desde siempre, los seres humanos buscamos identificarnos y pertenecer a un grupo. Buscamos nuestra “tribu”, o grupo de personas con quienes poder identificarnos y ser nosotros mismos, sin temor a que nos rechacen. En algunos casos nos unen gustos en común, ideas políticas, nacionalidades o estilos de vida. En otros, nos une el rechazo que sentimos por ciertas personas o ideologías. Es nosotros contra ellos. Nada como un enemigo en común para sentirnos más unidos y parte de un mismo grupo.
Así me siento a veces cuando decido participar en alguna discusión de Twitter o Facebook. Inmediatamente se forman dos bandos que se atacan e insultan entre ellos. Es demócratas contra republicanos, pro-vida contra pro-choice, pro-armas contra pro-regulación, No hay término medio. O estás con ellos o estás con nosotros.
Y sin embargo, muchos de nosotros quedamos en el medio.
¿Por qué no puedo ser de un partido y de vez en cuando estar de acuerdo con propuestas del partido opuesto sin que me lluevan tuits y comentarios de odio de ambos lados? ¿Por qué no puedo ser una aliada de la comunidad LGBTQ y al mismo tiempo gustarme un comediante o una escritora determinada? ¿Por qué no puedo ser una inmigrante-latina-feminista y al mismo tiempo creer que la palabra “LatinX” es ridícula, sin que me acusen de machista?
El respetar el coraje de Liz Cheney que se animó a “desentonar” con su partido no me hace necesariamente republicana. El no usar pronombres a medida, o memorizar los pronombres de todas las personas con quienes me cruzo cada día, no me hace intolerante. El negarme a reemplazar vocales, o cualquier otra letra al final de las palabras, con una “x”, no me hace menos feminista. ¿Por qué tenemos que aceptar el paquete entero de ideologías? ¿Por qué siempre tiene que ser un bando contra otro?
Si les preguntaran a muchos de los republicanos que esta semana votaron en contra de Cheney, si están o no a favor de los golpes de estado dirían inmediatamente que no. Y sin embargo, esta semana votaron en contra de la única mujer de su partido que tuvo el coraje de desentonar con el resto y condenar la fallida insurrección.
En las redes siempre hay dos bandos. Los demócratas adjudican todas las desgracias a los republicanos y viceversa, como si no existiesen conservadores que están a favor del control de armas y del aborto, o liberales que están a favor de las armas o sean pro-vida. No siempre tiene que ser un bando contra otro. De vez en cuando podemos buscar los que nos une en lugar de lo que nos polariza, animarnos a disentir, aunque sea con miembros de nuestro mismo grupo.
“El dueño de tal tienda dijo algo que me ofendió: no compremos más allí”. “Tal actriz dijo exactamente lo opuesto a lo que creo: cancelemos su película”.
No se puede ir por la vida boicoteando a cada persona que tenga una diferente perspectiva de la nuestra. El enemigo de mi amigo no siempre tiene que ser mi enemigo, a menos que personalmente así yo lo decida, no porque un grupo de personas me lo indique. En nombre de la lealtad a un grupo determinado, renunciamos a nuestro derecho de cuestionarnos, elegir y opinar por nosotros mismos. Nos callamos, nos autoeditamos, nos hacemos más intolerantes.
Es entonces cuando la tribu, o el partido político se convierte en un culto.
La polarización siempre llega de la mano de la intolerancia. No es necesario, o siquiera posible, estar de acuerdo en todo para identificarnos con un grupo en particular. Y con esto no estoy diciendo que sea fácil aceptar que no todos ven las cosas del mismo modo que nosotros, pero no podemos pretender que se respeten nuestras ideas, si no aprendemos a respetar y tolerar las ideas de los demás. Si verdaderamente estamos a favor de la diversidad, la tolerancia y el respeto por las ideas y creencias, tanto propias como de otros, tenemos que animarnos a disentir y empezar a pensar por nosotros mismos.