
María Luisa Arredondo*
En las décadas de los 50 y los 60, la infraestructura de Estados Unidos era la envidia del mundo. Sus aeropuertos, puentes, carreteras, edificios y sistemas de comunicaciones impresionaban por su modernidad y eficiencia. Todo esto es parte de un pasado que ahora se recuerda con nostalgia. Después de ser admirado por sus instalaciones públicas y sus servicios de primera, el país ocupa ahora un distante lugar número 13 en la clasificación internacional.
Joe Biden ha visto este descenso como una gran oportunidad para transformar a Estados Unidos y colocarlo nuevamente en un primer plano. Su proyecto para renovar la infraestructura del país busca, entre otras cosas, reparar autopistas, instalar estaciones de carga para vehículos eléctricos, rehabilitar escuelas, impulsar las energías renovables y mejorar la conectividad de internet. El plan incluye también ampliar los cuidados para niños y adultos mayores, así como los servicios de salud. De aprobarse, se estima que se crearían 19 millones de empleos. Se trata, como dice el presidente, de una visión que no tienen ni Wall Street ni Washington, pero sí la gente trabajadora.
El ambicioso programa, que no tiene paralelo en los últimos 50 años, tendría un costo de 2.3 billones (trillones en inglés) de dólares. Y es aquí donde empiezan los retos.
Si bien en los círculos políticos pocos se atreven a negar que la infraestructura del país se ha deteriorado y necesita atención urgente, muchos republicanos disienten de la forma en que Biden piensa financiar su plan. El presidente ha indicado, con razón, que la mejor forma sería a través de un aumento de impuestos a las grandes corporaciones. Su propuesta es elevar el porcentaje del 21% que ahora pagan al 28%.
Aunque este porcentaje es competitivo a nivel mundial y menor al 35% que pagaban antes de que la administración Trump les recortara los impuestos, las corporaciones han puesto el grito en el cielo, al señalar que afectará la creación de empleos. Los legisladores republicanos las apoyan, no solamente por razones ideológicas sino porque están decididos a votar en contra de todo lo que proponga el presidente. Su contrapropuesta es por demás injusta: que seamos los ciudadanos de a pie los que financiemos el plan.
Biden enfrenta otro grave reto: la burocracia y la corrupción gubernamental. A diferencia del sistema que existía durante la época de Franklin D. Roosevelt y de Lyndon B. Johnson, cuando el país experimentó grandes transformaciones en su infraestructura, muchos gobiernos estatales de hoy se caracterizan por su ineficiencia y sus malos manejos.
El presidente, sin embargo, está resuelto a enfrentar cualquier desafío para hacer realidad su proyecto. Y, al margen de cualquier partidismo, todos deberíamos desearle éxito. Si el plan se pone en marcha, aumentará la productividad nacional, situará a Estados Unidos a un nivel competitivo con China, reducirá las tasas de pobreza y revertirá el estancamiento de la clase media. Pero sin duda lo más importante es que restaurará la fe en que los gobiernos democráticos pueden ofrecer un mejor nivel de vida a sus ciudadanos.
*María Luisa Arredondo es la fundadora y directora ejecutiva de Latinocalifornia.com