
Estamos en Semana Santa. Pero no me lo parece.
Salgo a la calle y no me huele a pasión. No respiro el jaleo de tambores y cornetas. Y por más que camino, no encuentro el paso. Mucho menos, la muchedumbre.
Lo sé porque lo dice el calendario. Y porque en la iglesia de mi calle han colgado un manto morado.
Mi hija sale de vacaciones la próxima semana. Cuando ya no sea santa. Otros, ya tuvieron a finales de marzo sus días de descanso. Y en todos los casos sigo sin entender por qué en lugar de llamarlo “Holy Week” le dicen “Spring Break”.
En mi país, el jueves y viernes es feriado. Festivo. No se trabaja. Muchos comen pescado.
En el país del dólar nadie se para. Todo sigue su curso. Y no será porque faltan creyentes. Da igual que sean católicos, pentecostales, evangelistas o mormones. Creen en alguien que murió clavado en una cruz. La misma que hoy siguen llevando muchos inmigrantes. Sobre todo, indocumentados.
Tal vez haya miedo a celebrarlo en público, por respeto a otros. Lo paradójico es que la religión está presente por todas partes, en un país que acoge todo tipo de creencias pero en el que no me queda claro dónde está la separación de Iglesia y Estado.
Echo la mano al bolsillo y ahí está el billete que dice “In God we trust”. La misma Divinidad a la que cada nuevo presidente pide ayuda cuando pronuncia aquello de “so help me God”. El mismo Dios que se recita en el juramento a la bandera, porque en esta nación, una e indivisible, nos hacen creer que está vigilada desde un ojo encerrado en un triángulo.
Hasta hubo un tiempo en el que se prohibió enseñar la Teoría de la Evolución en Tennessee porque era contraria a lo que decía la Biblia. Ahora lo que se prohíbe es hablar de anticonceptivos en muchas escuelas, a pesar de que los niños sepan que no vinieron de París.
¿Habremos avanzado algo? Por lo menos alguien se atrevió a denunciar la cruz que había en el escudo del condado de Los Ángeles. Estaba allí no porque la gente sea creyente, sino por razones históricas que recordaban que estas tierras fueron un día evangelizadas por unos frailes llegados de España.
Ahora es un templo el que nos recuerda esa historia.
En mi calle hay cuatro iglesias concentradas en menos de media milla. Y en la misma avenida, sobre cada farola cuelgan dos banderas de Estados Unidos. Fe y civilización siguen yendo de la mano. Es parte de la diversidad de este país en el que las prisas invitan a ser más espirituales que religiosos.
Es Semana Santa. En Estados Unidos, cada quien lleva la procesión por dentro. Aquí la religión sigue siendo el amor al trabajo. Que siga el billete circulando. Es el mismo verde en el que confiamos el que termina rigiendo en muchos casos no en lo que creemos, sino en lo que los demás quieren que creamos.
Y si Dios no existiera, como dijo Voltaire, sería bueno inventarlo. Pero por ahora no hay tiempo de celebrarlo. Seguiremos festejando otras cosas menores porque el respeto ajeno nos impide seguir el paso aunque el mensaje esté por todas partes.
Cuando no encuentro nada interesante en televisión, hasta dejo que me bombardeen los canales cristianos. Se me hace interesante analizar cómo venden ese mensaje. Pero salgo a la calle y no me huele a pasión.
Es hora de que cada quien se prepare su propio pescado.