
David Torres
Era mi primera estancia en Los Ángeles. Como muchos otros periodistas de mi generación, venía básicamente en busca de entender e interpretar el fenómeno migratorio, esa veta de estudio que ha despertado el interés de prácticamente todas las disciplinas sociales en la actualidad.
Había llegado en febrero de 1992 con mis propios recursos y de manera independiente, en medio de una de las peores y extrañas temporadas de lluvia en la ciudad. Y apenas empezaba a tomarle el pulso al ambiente angelino, cuando a las pocas semanas me vi envuelto, de manera más que sorpresiva, en ese parteaguas histórico que significaron los motines iniciados el 29 de abril de ese año, tras el veredicto de no culpabilidad para los cuatro policías que habían golpeado brutalmente al afroamericano Rodney King en 1991.
No fui el único. Eso nos ocurrió a tantos informadores que arribamos hace dos décadas a esta zona de Estados Unidos, los cuales quedamos, aun a la distancia, vinculados para siempre con la ciudad y con ese momento histórico. Entre muchos otros de diferentes medios informativos, recuerdo con afecto especial a Zully Román y Carlos Ferreyra, entonces corresponsales de la Agencia Mexicana de Noticias (Notimex), con quienes coincidía todo el tiempo en las diarias coberturas informativas de ese que para mí era, además de un hecho histórico, la crisálida de las contradicciones sociales y económicas de Los Ángeles, que durante décadas se había aposentado en la memoria colectiva mundial como una ciudad llena de glamour por la influencia estereotipada de ser la Meca del Cine.
Pero algo había cambiado definitivamente a partir de ese día, tema que en algún otro momento abordé con Rubén Martínez, entonces reportero de LA Weekly, durante una entrevista que le hice a propósito de su primer libro, The Other Side, que tiempo después fue publicada en México, en La Jornada Semanal. Es curioso, pero la primera imagen que tuve de Rubén fue aquella foto en la que aparece a un lado de su auto calcinado durante los motines, de tal modo que ponerme en contacto con él no fue difícil. Él se convertiría durante esos días en una especie de vocero involuntario de los hispanos, una comunidad que parecía invisible y que aún hoy lucha por reivindicaciones en el ámbito migratorio y de los derechos civiles. Prácticamente todos los medios lo buscaban.
Así, mi primera inmersión periodística angelina la escribí en una vieja máquina portátil marca Olivetti Lettera en el interior de una maloliente habitación del hotel Chancellor, cerca del desaparecido Ambassador, por el área de Wilshire-Normandie. Era una crónica que, con el título que mis entonces editores le pusieron, “Justicia estadunidense… Algo huele mal”, se publicó hace exactamente 20 años en una revista de la capital mexicana que se llamaba Macrópolis, ya desaparecida, en una época en que Internet, teléfonos celulares, Facebook o Twitter no figuraban en el firmamento periodístico y, aun así, la información fluía a su propio ritmo en el columpio de la inmediatez. Y nadie, sobre todo, presumía de haber enviado el primer ‘tuit’…
Al desempolvarla de mi archivo personal y volverla a leer dos décadas después, y a pesar de ciertos detalles que se fueron modificando y confirmando a lo largo de las semanas posteriores, me ha hecho recordar lo afortunados que somos quienes nos dedicamos a registrar esos hechos que transforman la historia y a quienes la vida nos da el privilegio de asomarnos sin temor a ciertos abismos.
En efecto, aún recuerdo la voz, a través de la televisión, del juez de la Corte Superior de Justicia del condado, Stanley M. Weisberg, quien con claridad y contundencia repitió cuatro veces “hoy 29 de abril de 1992”, tras las respectivas exoneraciones en Simi Valley de los agentes Stacey Cornell Koon, Lawrence Michael Powell, Theodore Joseph Briseño y Timmothy Edward Wind, del Departamento de Policía de Los Ángeles, pertenecientes a la división de Foothill.
Todo el país permanecía atento al desenlace de ese juicio, sostenido tras la golpiza que dichos agentes habían propinado el 3 de marzo de 1991 al afroamericano Rodney Glenn King, entonces de 26 años de edad, en las inmediaciones de Lake View Terrace, luego de perseguirlo durante más de media hora por haber cometido una infracción de tránsito.
En su momento, el mundo entero había visto el video de 81 segundos que de ese acto de brutalidad policiaca había grabado el fotógrafo aficionado George Holliday, mismo que, paradójicamente, vendió en 500 dólares a la estación televisiva KTLA.
Los Ángeles, literalmente, ardió de inmediato tras el veredicto de no culpabilidad del jurado, compuesto por 12 miembros, 10 de ellos blancos, un asiático y una hispana.
Lo demás es historia: los saqueos; la golpiza a Reginald Denny; el toque de queda –que Carlos Ferreyra y yo respetábamos a nuestra manera y siempre en el límite, pues iniciaba al caer la tarde y se levantaba al salir el sol, desde el jueves 30 de abril hasta el domingo 3 de mayo, desplazándonos velozmente de un lado a otro en su pequeño auto color amarillo, al que llamaba “El Rayo”–; el patrullaje militar como una verdadera zona de guerra; los constantes disparos; las detenciones; los llamados al orden y a la reconciliación por parte de líderes comunitarios de los diferentes grupos étnicos, así como un permanente ulular de sirenas de bomberos y ambulancias fueron la escenografía perfecta de aquel gran teatro del mundo que los eternos condenados de la Tierra protagonizaron entre llamas y humo durante prácticamente una semana, y que arrojaría la cifra de 54 muertos, más de tres mil edificios incendiados, un poco más de dos mil heridos, más de mil arrestados y pérdidas materiales calculadas en mil millones de dólares.
Principio y fin
Pero dos voces –dos presencias– de ese entonces fueron el catalizador de lo que yo ya empezaba a prever en el ámbito de la realidad de las minorías de Los Ángeles.
Por un lado, era un afroamericano que aseguraba ser veterano de la Guerra de Vietnam y que se alojaba igualmente en el hotel Chancellor. Su nombre, me dijo, era John Caldwell. En su expresión, en su resentimiento, en la descomposición de su rostro ante el azoro de quienes nos encontrábamos viendo la tele ese 29 de abril en el salón de juegos del hotel capté el verdadero significado de la ira: “¡Hijos de puta! ¿Acaso no vieron el video?”. Su grito fue aterrador, lleno de impotencia.
Tratar de tranquilizarlo fue una tarea imposible para los filipinos que administraban el hotel, algunos estudiantes japoneses, un par de franceses, varios hindúes, dos iraníes y yo que nos encontrábamos en ese momento ahí. Hoy es fácil imaginar que miles o millones como él reaccionaron igual al mismo tiempo en todo Estados Unidos y gran parte del mundo. Solo minutos, en verdad minutos, después del veredicto todo empezaba con un cada vez más cercano ulular de sirenas de patrullas, por lo que yo empezaba ya a anotar el espíritu de los presagios de esa jornada en una pequeña libretita que aun conservo, mientras me desplazaba a toda velocidad a la calle a ser testigo presencial de la barbarie, entre protestas, llamas, disparos, gritos, humo, cristales rotos y rapiña.
La otra voz fue la que recogí al final de todo (recurro a una pequeña parte de esa crónica aquí y le cambio ligeramente el tiempo verbal dos décadas después para volver a darle presencia en esta historia). Era un michoacano que deambulaba sobre la avenida Vermont, entre edificios aún humeantes, con las manos metidas en las bolsas de su pantalón de mezclilla. Llevaba una playera blanca de manga corta con el logo de los Dodgers al frente.
Se paró frente a una de las más de 3 mil 700 construcciones que fueron incendiadas. Esa era la cifra más conservadora que se podía confirmar hasta ese momento. Por sus vestigios, parecía haber sido una pequeña tienda de autoservicio. Lo único que sobrevivía de ella era un letrero a punto de caer que decía: “Estacionamiento en la parte de atrás”. Si se observaba con detenimiento, semejaba un puño abierto que miraba al cielo con un montón de lodo derramándose. Aún humeaba.
Nadie recordaba bien su nombre, pero eso en realidad no importaba mucho. Solo ese joven michoacano que había vivido cinco años en Los Ángeles –alto, de un bigote que apenas se vislumbraba, extrañamente de cabello ensortijado— respondía mirando con insistenciaa sus botas color café. Tenía la vaga idea de que ese establecimiento se llamaba 99 Centavos, pero no lo podía asegurar.
“De todos modos aquí es difícil llegar al dólar”, agregaba rascándose los testículos, sin imaginar que con ese movimiento ironizaba un poco más su comentario.
A los lados y frente a esas ruinas había otras de establecimientos que también ardieron hasta consumirse por completo. Los soldados de la Guardia Nacional que custodiaban la zona se dejaban retratar por los transeúntes, e incluso se podía ver a más de uno hablar con varios niños. Y es que a los pequeños les atraía el símbolo del poder militar.
El michoacano cruzó los brazos y agregó: “Esto no se va a acabar nunca, de veras. Creo que fueron varias cosas las que provocaron todo esto: venganza por discriminación, falta de oportunidades para las minorías, desempleo y bajos salarios. Además, no dudo que algunos, no digo que todos, hayan quemado sus propios negocios para cobrar el seguro. Este país también te enseña a hacer eso. Incluso ya han empezado a denunciar, entre los mismos vecinos, a quienes saquearon las tiendas”.
La elocuencia con que daba a conocer sus opiniones me obligó a preguntarle si tomó parte en los saqueos.
“¡Qué pasó! –exclamó descruzando los brazos–, yo nomás estoy opinando, ¿qué, no? Además, yo no estoy de acuerdo en que empiecen a tratar como víctimas a los que saquearon las tiendas y provocaron los incendios. Eso es un crimen”.
El sonido de las sirenas empezaba a decrecer. El joven decía que el humo le dañaba la vista y que olía mal. Señaló hacia un lado con el índice derecho en dirección a un anuncio del servicio postal estadunidense, alusivo a los Juegos Olímpicos de 1984, que decía: “Proud sponsor of those who carry the torch”. No pudo evitar una sonrisa burlona antes de traducir en voz alta: “Orgullosos de patrocinar a los que llevan la antorcha”.
“Ah, que gringos locos”, dijo suspirando, como para festejar la paradoja del sistema y sus aparatos logísticos de publicidad y propaganda.
Insistía en que el humo le hacía daño y que algo, algo, olía mal en el ambiente.
Veinte años no es nada
¿Qué tanto ha cambiado Los Ángeles o qué tanto, en todo caso, nos cambió a quienes la conocimos hace 20 años por primera vez en esas circunstancias, cuando teníamos una idea completamente distinta de ella antes de llegar?
Quién sabe.
Cada uno tendrá su propio veredicto, pero en mi caso, lo que aprendí fue a descorrer el velo de los estereotipos al confirmar en carne propia que ciudades como esta no son en nada ajenas ni diferentes a los conflictos que, al menos para los latinoamericanos, estamos acostumbrados a ver y padecer desde tiempos inmemoriales, y que la fuerza de la costumbre vuelve de alguna manera invisibles o, mejor dicho, pasan a formar parte de la sinrazón gatopardeana de que todo cambie para que todo siga igual.
Y ese ha sido siempre un fuego que no se extingue.