La bendición de las sombras

Álex Ramírez-Arballo

Rehuimos el dolor, el fracaso, la angustia. Esto es normal, pues todos tenemos inscrito en el corazón el nombre de la alegría; aún más, este nombre –que no cesa nunca de repiquetear- es una vocación que nos anima siempre a seguir a pesar de las dificultades naturales de la existencia. Sin embargo, una vida cuya condición natural fuera la dicha perfecta, sería una vida que, además de no ser verdaderamente humana, sería invivible del todo.

Lo diré pronto: la angustia es necesaria. Se trata de un contrapunto, un aditivo que hace funcionar, por contraste, los mecanismos de la felicidad. Esto que digo no es, no vaya a creerlo, una argucia verbal para consolar a los desahuciados; por lo contrario, lo que busco es precisamente defender, en medio de tanto ruido, los argumentos de la cordura. Creo que asumir esta defensa es, al mismo tiempo, un alegato a favor de la madurez y la independencia de la persona. Ser libre y feliz sólo es posible cuando asumimos, sin lloriqueos, cada uno de los traspiés que necesariamente debemos enfrentar en nuestra vida.

Creo que este tiempo en el que vivimos se caracteriza por una escasa tolerancia a la frustración, tal como les sucede a los niños y los adolescentes. Ante la imposibilidad de conseguir algo, la persona (incluyendo a los adultos) de nuestro tiempo tiende a inmovilizarse, como si aquella desilusión fuera el término de su existencia. Lo anterior me lleva a pensar que asociamos naturalmente nuestra existencia con el prestigio y, en consecuencia, toda muestra de incapacidad personal nos representa una estocada en pleno corazón. La semana pasada, para no ir muy lejos, la prensa norteamericana nos relataba el caso trágico de un muchacho, un estudiante de universidad de primer año que al no poder conseguir no sé qué lauros académicos, decidió lanzarse desde un alto puente sobre un río del estado de Nueva York. ¿Qué conduce a una persona, en plenitud de su existencia, a cometer semejante despropósito? No tengo otra opción que pensar en la presión de esa comunidad a la que pertenece  y que rabiosamente le demanda lo imposible.

Asumir nuestras limitaciones habrá de ser una de las formas de preservar nuestra salud mental y espiritual. Llegado este punto, amigo lector, conviene hacer una aclaración: no estoy haciendo aquí una apología del conformismo tanto como del sentido común. Debemos trabajar por aquello que queremos, es verdad, pero no debemos hacer de nuestros deseos caprichos, ni de nuestra voluntad una esclava. Debemos aspirar a la actitud prudente de quien saben cuándo emprender y cuándo abandonar, sin que orbite sobre él ni el voluntarismo ni la culpa. Que sean nuestros talentos, nuestras muy particulares capacidades, las que nos marquen el camino. Me atrevo incluso a dar un consejo: trabaja como si no esperaras nada y sólo en aquello que amas, pues con ello garantizarás el único éxito en el que creo: la alegría.

Sé que oportunidades no te faltarán para sentirte cómodo en la derrota. La vida nos puebla la semana de pequeños reveses, angustias momentáneas y obstáculos domésticos que sumados bien pueden hacer de una vida plena un verdadero infierno. Pues bien, asumir lo inevitable es, a mi juicio, el primer paso hacia la redención. Trata, por ejemplo, de distanciarte de tus problemas a través del humor haciendo de ellos algo menor, una mera circunstancia de tu vida. Se puede empezar con cosas pequeñas, como por ejemplo el hecho de no conseguir un lugar donde estacionarse o encontrarse de buenas a primeras en un agobiante embotellamiento de tráfico. Este mecanismo de distanciamiento puede extenderse a situaciones más complejas y dolorosas con el mismo resultado. Hace ya tiempo que tengo ganas de decir algo: no hay circunstancia, por oscura y dolorosa que ésta sea, que no pueda ser superada gracias a la voluntad de resistencia de la persona.

He visto en mi persona una poderosa transformación gracias a este cambio en la percepción de las cosas. Si esto es posible en mí (y en muchas otras personas), no veo por qué no pueda ser también posible en ti, amigo lector, sin importar la densidad de las sombras que te rodeen. No exagero si digo que distanciarse del dolor al hacerlo parte natural de nuestra existencia, abre la puerta hacia un mejor mañana para nosotros, como personas, y para la comunidad a la que pertenecemos. Tanto en las personas como en las sociedades, el cambio de la actitud es el cambio del destino.

Educar a las nuevas generaciones en esta perspectiva del mundo permitirá, tarde o temprano, romper la nefasta inercia de esta sociedad del capricho en la que nos encontramos; si tan sólo pudiéramos educar a nuestros hijos para aceptar, sin rabietas ni angustias, la inevitable presencia de los fracasos, mucho haríamos en favor de un mañana mucho más sensato, mucho más prudente.

Finalmente, amigo lector, se encuentra la libertad. El ser humano es libre de escoger una perspectiva ante lo vivido; bien puede hacer de una catástrofe un escalón y de la buena fortuna un obstáculo. En el corazón de todos nosotros se encuentra siempre la posibilidad de elegir. Existen, sí, determinaciones claras: edad, condición social, circunstancias y accidentes del día a día; sin embargo, nuestra capacidad de resistencia y sentido sigue ahí, a prueba de todos y de todo. Muchas veces he pensado, no sé hasta qué punto con buen tino, que la paz interior es hija de la renuncia; es decir, de la negativa a pretender, dejando la cordura en ello, alcanzar a toda costa cada uno de nuestros caprichos. Al final de la jornada habremos de reconocer, sin amarguras y sin victimismos, que ciertas cosas de la vida (incluso aquellas que quizás deseamos tanto) no podrán conseguirse.

Creo en la felicidad, sí, pero en la felicidad humana, es decir, imperfecta y matizada. Pensar en un estado de dicha absoluta y sin perturbación de ningún tipo me resulta imposible; es más, sin miedo a exagerar creo que se trataría de algo monstruoso. Somos humanos y buscamos, luchamos, batallamos y confiamos siempre en que el mañana será mejor que el momento presente. No sé cuál sea su opinión sobre este apasionante tema, amigo lector, pero estoy seguro que esta felicidad acotada y compleja resulta mucho más estimulante que la supuesta dicha sin orillas que anuncian por ahí esos manuales del buen vivir que se expenden en tantas y tantas librerías.

 

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