
David Torres
La madrugada del martes 19 de septiembre de 1989 se afinaban los últimos detalles de la edición número 1802 del periódico La Jornada con un entusiasmo especial, pues se cumplían los primeros cinco años de una publicación a la que muchos no le auguraban una larga existencia.
Uno de los subdirectores a cargo esa noche era Miguel Angel Granados Chapa, quien en medio del cierre, la entrega de su columna Plaza Pública, algún brindis de por medio con el personal y órdenes propias del trabajo editorial decidió cambiar la Rayuela, ese pensamiento-reflexión de la contraportada que muchos consideran un segundo editorial de La Jornada y el cual era buscado ávidamente cada mañana. El texto de la Rayuela original fue fácil olvidarlo, pero el nuevo quedó para siempre: “No que no, cabrones”.
A más de dos décadas y a miles de kilómetros de distancia recurro a la memoria en un país extraño para convencerme de que lo sucedido esa noche en el número 68 de la calle de Balderas, en el centro de la Ciudad de México, fue real (otra fuente afirma que dicha Rayuela fue la del primer año) y concluyo con asombro, como si hubiese sido ayer, que mientras los jovencísimos trabajadores de ese entonces ya teníamos un referente periodístico a la mano en Granados Chapa, el Maestro, como se le llamaba, ya había recorrido infinidad de caminos en este oficio que, en buena medida, es de fe y de convicciones. Excélsior, Cine Mundial, Proceso, unomásuno, La Jornada, Canal 11, Radio Educación, Radio UNAM, Mira, hasta llegar a Reforma años después son las huellas de sus andanzas, amén de libros y clases universitarias, así como la alta distinción con la medalla Belisario Domínguez, que le fue otorgada en 2008.
“Esta es la última vez en que nos encontramos. Con esa convicción digo adiós”. Luego de 34 años de escribirla, así de sencilla pero a la vez de contundente fue la última línea de su columna definitiva publicada en el diario Reforma el pasado viernes 14 de octubre. Dos días después Granados Chapa fallecía a los 70 años de edad.
De carácter sobrio en el trabajo, para muchos nada fácil en el trato cotidiano, acérrimo enemigo de la indisciplina periodística, inflexible en su toma de decisiones, fiel a la ética en todos los ámbitos, Granados Chapa sabía mantener la distancia entre su posición como jefe y su ejercicio periodístico.
Lo primero quizá no era tan bien celebrado, y a más de uno nos tocó padecer ese aspecto, pero lo segundo lo cambiaba todo. Leer antes que nadie el original de la Plaza Pública en aquellas cuartillas color amarillo tenue o crema escritas a máquina (la computadora aún no era completamente dueña de las salas de redacción) era una especie de privilegio que algunos editores nos peleábamos, un poco con avidez y otro poco con temor a que se nos fuera a escapar un error, porque al día siguiente la paliza verbal habría sido inevitable. Liliana Mega, una encantadora argentina, y yo nos alternábamos la lectura-corrección de la contraportada y la portada del periódico, donde invariablemente se publicaba en el ángulo inferior derecho la columna de Miguel Angel, como también otros le llamaban.
Mi alejamiento de México por diversas circunstancias no significó, sin embargo, el abandono de la lectura de la Plaza Pública, estuviera donde estuviese ejerciendo el periodismo, pues se me convirtió en una especie de faro con múltiples códigos en la luz informativa que arrojaba diariamente para entender un país en eterna fragua, sobre todo en medio de la violencia de los últimos tiempos, tan desesperanzadora.
Pero cuando parecía que el panorama era todavía más sombrío, me llegó una más de las enseñanzas de la Plaza Pública, escrita por un hombre en los últimos momentos de su vida que tuvo la lucidez suficiente para heredarnos esa esperanza en su testamento periodístico: “Es deseable que el espíritu impulse a la música y otras artes y ciencias y otras formas de hacer que renazca la vida, permitan a nuestro país escapar de la pudrición que no es destino inexorable. Sé que es un deseo pueril, ingenuo, pero en él creo, pues he visto que esa mutación se concrete”.
En efecto, a la manera de los grandes escritores y cronistas decimonónicos que forjaron la civilidad de la República, la muerte de Miguel Angel Granados Chapa cierra sin lugar a dudas un capítulo importantísimo e irrepetible en la historia del periodismo en México.