Los acontecimientos históricos que han transformado radicalmente a México desde su fundación están llenos de sangre.

Tal pareciera que ese es su combustible natural.
Sus libros de historia chorrean una masa sanguinolenta que se confunde entre apotegmas, himnos, banderas, constituciones, un águila devorando una serpiente, sacrificios humanos, antropofagia, genocidio indígena, dictaduras, revoluciones, intervenciones extranjeras, cuartelazos, magnicidios, represiones a obreros, campesinos y estudiantes, amén de sus deslumbrantes mitos fundacionales como el de Quetzalcóatl, que siempre ha asombrado a propios y extraños.
“No comienza la vida sin la sangre”, escribe el poeta Octavio Paz en “Salamandra”.
En aras de ese sacrificio transformador es que se ha derramado tanta sangre, para ser y hacer historia, para forjar y solidificar un nuevo país cada vez que el anterior queda rebasado, desfasado, corroído por la corrupción y prostituido por los vicios del poder.
Por ello, lo que no concuerda con esa inmolación a la mexicana en constante actividad histórica es la sordidez de los llamados daños colaterales de la actual “guerra contra el narcotráfico” que ha dejado un saldo hasta el momento de ya casi 40 mil muertos, una gran cantidad de los cuales nada tenía que ver con la delincuencia organizada.
Es un conflicto que de ninguna manera representa un salto cualitativo en el mejoramiento como país, sino la necia reivindicación política de una agenda sexenal de carácter literalmente particular o partidista. Y que se va perdiendo.
Ya se vio que no compete a las mayorías el ver si la existencia de tal o cual cartel gana el control del mercado de las drogas para alimentar el consumo en Estados Unidos y ahora otros países en el mundo, sobre todo de Europa.
Ya se vio también que las armas de los delincuentes, provenientes de EEUU, son más poderosas que las de los policías y militares que patrullan las calles de zonas conflictivas.
Ya se vio, entonces, a quién conviene que las organizaciones mexicanas de la delincuencia organizada no paren de adquirir arsenales que dejan multimillonarias ganancias a los productores estadounidenses.
Ya se vio, asimismo, el poder corruptor de los capos de las drogas para con miembros del ejército y de corporaciones policiacas.
Ya se sabe lo que piensa Washington realmente del actual gobierno de México a través de lo revelado por WikiLeaks, y que no es diferente de la idea que han pergeñado otros regímenes en tanto “patio trasero” de Estados Unidos.
Ya todos se han dado cuenta de que el hilo conductor de las masacres es un interminable alambre de filosas púas donde quedan ensartadas las buenas intenciones y la estúpida y errónea decisión de seguir por ese camino.
Ya se ha comprobado que el dolor es compartido cuando un hijo, un padre, una madre o un hermano son abatidos tan solo por estar ahí, ejerciendo su derecho a la existencia, por llamarse Juan, Pedro, Marisela; por apellidarse, Pérez, Sicilia, Martínez; por ser estudiante, obrero, campesino, periodista, poeta o defensor de los derechos humanos.
Ya se es consciente de lo ridículamente perverso que fue desviar y minimizar –desde el poder y los medios– la atención de una marcha contra la violencia, dando a conocer al mismo tiempo el hallazgo de ocho narcofosas en Tamaulipas, un anzuelo informativo inevitable de atender.
Ya la gente se dio cuenta de que el riesgo es permanente y de que la nación ha sido irresponsablemente colocada en constante peligro.
En fin, en los últimos años todas las aristas del problema han sido identificadas, analizadas, exhibidas, explicadas e interpretadas, tanto por expertos como por la gente común. Y sin embargo, como si se tratara de un capricho principesco o de la encomienda de un poder paralelo aún más vil, se continúa por la misma senda de sangre.
“El hombre debe educarse para el bien”, escribía don Alfonso Reyes en su “Cartilla moral”.
¿Dónde, entonces, ha sido secuestrado, asesinado y sepultado el bien?