Informar en tiempos violentos

Basta con que alguna de las dos empresas de televisión más poderosas de México emprenda una iniciativa que involucre

David Torres.

la participación ciudadana, para que la suspicacia del menos enterado la ponga en duda o, para que quienes mantienen siempre una conciencia crítica, la desechen de antemano como viable. El Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia es el más reciente ejemplo de lo que en la superficie parece una causa noble, pero que en el fondo conlleva una especie de trampa cosmética que roza los límites de la independencia periodística al pretender la homogeneización del hecho informativo.

Dicho acuerdo, que engloba a 715 medios de información mexicanos, no es, sin embargo, algo inédito en la historia de la prensa en el continente americano en momentos de mayor amenaza. Se recuerda la Colombia de Pablo Escobar cuando, el 17 de diciembre de 1986 era asesinado el director de “El Espectador”, Guillermo Cano, hecho que derivó, como bien recuerda Committee to Protect Journalists (CPJ), en un acuerdo inmediato de los medios periodísticos colombianos para dejar de publicar o transmitir información durante 24 horas; un pacto de silencio que se convirtió en “una señal de duelo y al mismo tiempo una forma de hacer sentir a la sociedad la crucial labor que realizan los periodistas en una democracia amenazada por el poder intimidante y sangriento del narcotráfico”, según artículo firmado por la periodista María Teresa Ronderos.

Más adelante se crearon instancias de protección de periodistas –como la Fundación para la Libertad de Prensa– que, sin embargo, no detuvieron las amenazas, persecuciones, desapariciones o asesinatos de otros informadores.

En el caso mexicano, los diez puntos básicos del acuerdo en cuestión son, en una primera instancia, perfectamente aceptables por cuanto abarcan posiciones de sentido común y que han sido exigencia constante para poner un alto al monopolio informativo en que se han convertido las actividades de la delincuencia organizada; una carnada fácil que han devorado literalmente todos los medios de prensa, nacionales y extranjeros, sobre todo las agencias informativas, en cuyas pautas diarias en lo referente a México el tema de la violencia es el que sobresale en su servicio internacional que llega a las salas de redacción fuera de ese país, como si fuese precisamente lo único que ocurriera en una nación de más de cien millones de personas, con una oferta temática envidiable.

Nadie en su sano juicio estará en desacuerdo con la protección a los periodistas y solidarizarse ante cualquier amenaza o acción contra reporteros y medios; o en que los medios no se conviertan en voceros involuntarios de la delincuencia organizada; o con cuidar a las víctimas y a los menores de edad; o en alentar la participación y la denuncia ciudadana; o en no prejuzgar culpabilidades ni atribuir responsabilidades explícitas…

Pero es que en el fondo, si se mira bien, la desconfianza no surge de la serie de planteamientos que incluye el Acuerdo, sino el “maquillaje político” a que se estarían prestando esos 715 medios de prensa, liderados por Televisa y Televisión Azteca, en la última etapa de un gobierno que no solamente no pudo contener el avance de la delincuencia organizada, sino que comprometió las vidas de miles de personas que nada tenían que ver con los carteles de las drogas y, sobre todo, que hizo desplomarse la imagen de su país haciéndolo entrar en un terreno de inestabilidad social, y cuyos habitantes han preferido buscar su propia solución al problema que se les ha creado en su entorno, muchos de los cuales han preferido el éxodo.

Otra cosa habría sido si este Acuerdo hubiese nacido al principio de la llamada “guerra contra los carteles” y no al final, cuando el desaliento y la frustración social por los resultados se han apoderado de vastos sectores de la población mexicana.

Ahora más que nunca es necesario hacer rendir cuentas informativas, tanto a quienes emprendieron esa “guerra”, como a quienes mantienen en vilo la salud de la democracia, desentrañando las redes de corrupción que han permitido que las instituciones sean penetradas por la delincuencia organizada. No es necesario, ya no, reportar sobre la siguiente cabeza encontrada en el cofre de un automóvil con un mensaje a un lado, como si eso fuese “la noticia”; hoy urge saber por qué sigue ocurriendo y a qué poder o poderes no conviene que esto termine.

En la época de la Prohibición, cuando los tentáculos de la mafia de Al Capone se habían adueñado literalmente de diversas regiones de Estados Unidos –al igual que los actuales carteles de la droga mexicanos–, la prensa estadounidense tuvo que extirpar de sus secciones la nota policiaca para no hacerle el juego a la delincuencia; decisión tardía, pues ya se había ensalzado la imagen del capo hasta tal punto, que se le convirtió en “héroe” involuntario y, a posteriori, en un mito fílmico que aún hoy se recuerda. Puede el lector echar un vistazo a los medios periodísticos de EE.UU., tanto los más importantes como los menos trascendentes, y no hallará una sección de “nota roja” como se acostumbra en otras latitudes del planeta. Al no reportar sobre la violencia cotidiana, salvo en momentos de verdadero interés periodístico, pareciera que Estados Unidos mantiene “controlada” a su delincuencia, como un pacto de silencio derivado de aquellos días.

En todo caso, si México fue elegido como actual trampolín de un multimillonario negocio internacional como el que representa el narcotráfico, justo es que en la devastación que se le pudiera avecinar como país sus medios informativos no queden amordazados.

En ese sentido, el siguiente espacio territorial que sea escogido por la mafia para sus actividades podría aprender de lo que hallase y revelase la prensa mexicana, sobre todo en este momento de particular importancia política con la sucesión presidencial a la vuelta de la esquina.

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