In Memoriam
Samuel Ruiz, el Obispo de los Pobres

(1924-2011)
Mohamed Bouazizi dijo basta. No solamente ante el gobierno de Túnez, sino ante todo un sistema de cosas que al parecer, y sólo al parecer, eran inamovibles. A sus 26 años se le cerraron los caminos, no le abrieron ninguna puerta. Pero fue el único en sacudir no sólo la conciencia de su pueblo, sino del mundo entero.
Trabajó toda su vida como vendedor de verduras, quiso estudiar, ayudó siempre a su familia, como a muchos en su condición fue vilipendiado una y otra vez por la despótica policía de Sidi Bouzid, pequeña comunidad rural en medio de la nada. Quiso reclamar, fue ninguneado por funcionarios de un gobierno corrupto que acaparó todo el poder durante 23 años en manos de Zine el Abidine Ben Ali, su esposa Leila y la familia de esta mujer, el odiado clan Trabulsi, ahora parias planetarios porque nadie los quiere asilar.
Como los 11 millones de tunecinos, el joven autodidacta en informática, inglés y francés era prácticamente nadie frente a esa absurda “monarquía republicana”, que dominaba todos los sectores de la economía y del gobierno. Y querían más.
Sin opciones, y para protestar, Bouazizi decidió autoinmolarse el 17 de diciembre pasado, muriendo tras una larga y dolorosa agonía el 4 de enero de este año.
Sólo así su país abrió los ojos, la indignación desató una revuelta que obligó a Ben Ali y los suyos a abandonar el país, las calles siguen tomadas, la gente quiere que se vayan todos los corruptos del régimen, desea purificar su actual historia y ya no cree en nadie.
Algo similar está ocurriendo en Egipto contra el gobierno de Hosni Mubarak, que dura ya 30 años. En Bélgica también han hecho lo mismo sus habitantes para corregir el sistema político de esa nación europea (a través de una movilización el domingo 24 de enero, denominada Marcha de la Vergüenza), al igual que los albaneses exigen restaurar el estado de derecho, mientras que los tailandeses claman por el regreso de su líder Thaksin Shinawatra, derrocado tras un golpe de Estado en 2006.
Si se mira bien –y ahora sobre todo a través de la lupa de la crisis mundial–, la mayoría de los países se encuentra en la misma situación, desde el más poderoso hasta el más vulnerable, desde el más democrático hasta el más dictatorial. Es infalible: hay quienes lo tienen todo y quienes prácticamente nada poseen.
En la actualidad, tener trabajo no es suficiente más que para sobrevivir, y no tenerlo es poco menos que el último escalón de la derrota, sobre todo en la que aún es considerada la “nación más poderosa” del planeta, Estados Unidos, a la que, aun así, hordas de latinoamericanos y asiáticos llegan todos los días, ya sea vulnerando la frontera o con un pasaporte y visa, pero con un objetivo en mente: quedarse y empezar de nuevo lo que fue imposible en sus países de origen.
¿Es eso el resultado de la civilización en esta etapa de su historia? ¿No hace falta ya un golpe de timón al ámbito de las ideas para reorientar el rumbo mundial evitando tanta barbarie económica, tanta incalificable depredación financiera, tanta dilapidación de recursos humanos, tanta miseria salarial?
Quizá la insensibilidad es parte intrínseca de toda clase de poder, y por eso pareciera vitalicia la impunidad.
Bouazizi demostró que no.
Su sacrificio por todos aquellos que se encuentran en la misma desesperada situación en todo el planeta no debe ser en vano. Túnez y el resto del mundo lo empiezan a considerar el héroe de esta que se vislumbra como la nueva transformación internacional.