“El Infierno”

CIUDAD DE MEXICO.– La radiografía cinematográfica que hace del México del norte una película como “El Infierno”, del

David Torres.

director Luis Estrada, se ha convertido hasta el momento en el acercamiento más serio al violento mundo del narcotráfico, pues aunque se trata de una obra de ficción, es posible reconocer sin equívoco en su argumento el entramado pernicioso que padecen diversos municipios mexicanos, en los que tanto autoridades políticas, policiacas como eclesiásticas, además de la propia ciudadanía, han sido arrastradas por la vorágine con la que actúa la delincuencia organizada.

El tema de los carteles de la mafia en México ha sido pródigo, es cierto, en la producción de infinidad de filmes nacionales, pero cuya pésima dirección y peor actuación francamente demeritan la seriedad que conlleva necesariamente uno de los flagelos que ha erosionado la tranquilidad del país. La cinta de Estrada, el también director de “La Ley de Herodes”, otra obra magistral sobre la corrupción política, establece desde el principio una narrativa fílmica bien contada, que se va concatenando con la ayuda de las personificaciones extraordinariamente logradas de actores como Damián Alcázar, Ernesto Gómez Cruz, Joaquín Cosío, María Rojo, Elizabeth Cervantes o Daniel Giménez Cacho.

De hecho, “El Infierno” vincula realidades paralelas que se van entrecruzando a lo largo de la cinta, como la cuestión migratoria y la pobreza endémica: “El Benny” (Alcázar) es deportado de Estados Unidos, luego de dos décadas de no haber logrado nada fuera de su tierra. Al verse sin dinero y con necesidades apremiantes en su pueblo lleno de miseria, decide aceptar la tentación de ser parte de una célula de sicarios que comanda “El Cochiloco” (Cosío), un amigo de la infancia, que a su vez trabaja para “José Reyes” (Gómez Cruz), cuyo propio hermano es su rival a muerte. En parte, “El Benny” acepta esa nueva realidad al enterarse de que su hermano menor se había convertido en uno de los matones más sanguinarios de su localidad, la cual había vuelto un verdadero infierno, tan es así que le llamaban “El Diablo”. Su ejecución era inevitable y cualquiera pudo haberlo matado. “El Benny” quiere saber quién fue. Su viuda (Cervantes) también padeció con la desaparición de “El Diablo”, y aun cuando después de ello no le queda más remedio que ejercer la prostitución para sobrevivir, teme que su hijo siga los mismos pasos de su padre.

Y es fácil entender tal transformación: con un arma en la mano, dinero al por mayor, mejores ropas, una bellísima cuñada que lo acepta como nueva pareja, pero sobre todo con un poder espontáneo respaldado por la telaraña de la corrupción que salpica a todos, “El Benny” vive el momento más trascendente pero al mismo tiempo más efímero de su existencia, sobre todo cuando el sesgo de las delaciones toca directamente a su sobrino, “El Diablito”, quien sólo sueña con ser igual que su papá.

En el contexto de la llamada “guerra” contra el narcotráfico, emprendida por el presidente Felipe Calderón, una película como “El Infierno” viene a ser una crítica directa de lo endeble que ha sido tal enfrentamiento, no sólo por la gran cantidad de muertos –que ya ronda los 30 mil–, sino precisamente por la hidra en que se ha convertido en ciertos poblados mexicanos la acción de la delincuencia organizada. ¿Cómo contrarrestar la influencia que el poder y el dinero fácil ejercen en los que nada tienen y en los que no tienen otro referente moral que la “heroicidad” de ser el hombre más “respetado” del pueblo por la forma como se deshace de sus enemigos para tener bajo control la plaza del narco mayor?

Con fondos del propio Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), organismo del Estado, “El Infierno” responde a una toma de conciencia urgente, en el entendido de que mientras más enfoques de esta naturaleza desnuden una realidad que poco a poco va ocupando una “normalidad” en la psique social de los mexicanos, más elementos se tendrán para reencauzar la marcha de un país que también ha cumplido 200 años de derramar sangre, una cuota que ya pide fin.

Vale destacar que la película de Estrada no se conforma con tipificar los elementos más notorios de un ámbito como el de la delincuencia organizada, con sus capos obesos y sus malencarados sicarios en medio de operativos –a los cuales se ve una y otra vez en la prensa y en la televisión cuando son capturados–, sino que ahora toca niveles federales (papel de Giménez Cacho) igualmente coludidos con el narcotráfico y que responden más inmediatamente a los intereses del barón de la droga que a los de la nación o del propio mandatario de la República.

De enorme simbología, hay que decirlo, es la escena en que “El Benny”, despojado ya de todo escrúpulo y de objetivos personales tras ser traicionado y vendido, además de encontrar decapitada a su cuñada-amante, aparece con un arma de alto poder en la noche de “El Grito” frente al balcón de la alcaldía del pequeño poblado y, abriéndose paso entre la multitud, acribilla a todos los que representan el poder: el cura amigo del narco, el nuevo presidente municipal (el narco que compra la elección), sicarios, jefe de policía, agentes de seguridad, etc., como queriendo desaparecer de tajo las actuales “instituciones” que se han enquistado, coludiéndose, en perjuicio de su propio país.

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