
María Luisa Arredondo*
Los primeros cien días de Biden en la Casa Blanca han sido un éxito si consideramos que ha cumplido con creces dos de sus principales promesas de campaña: la administración masiva de vacunas contra el Covid-19 y su plan para rescatar y reconstruir la economía nacional. Gracias a ello, el presidente tiene una aprobación general del 54%, un porcentaje muy alto dada la polarización que persiste en el país.
Hay, sin embargo, un renglón que es, hasta ahora, el talón de Aquiles de Biden: la inmigración. El arribo a la frontera de miles de familias y niños no acompañados en busca de asilo no sólo ha abarrotado las instalaciones para recibirlos sino que ha creado la percepción de que el problema está fuera de control. Una reciente encuesta de Washington Post/NBC indica que el 52% desaprueba la política migratoria de Biden y solo un 37% la aprueba.
El problema no es nuevo. La inmigración ilegal a Estados Unidos ha existido desde que este país se fundó. Lo único que ha variado es la respuesta de los gobiernos. Trump optó por disuadir a los indocumentados de cruzar la frontera mediante medidas crueles, inhumanas e ilegales. Desmanteló el programa de asilo, deportó sin miramientos a México a quienes osaron pedir este derecho, enjauló a miles de niños y, en muchos casos, los separó para siempre de sus padres.
La llegada de Biden y su promesa de implementar una política migratoria más justa y humana ha sido aprovechada por los coyotes para engañar a miles de migrantes. Les aseguran que podrán ingresar al país si llegan a suelo estadounidense. Aunque esto no es así, los republicanos han contribuido a esta falsa narrativa al acusar al gobierno de Biden de haber abierto la frontera sur de par en par.
Como resultado de ello, Biden se encuentra entrampado. Las críticas provienen no sólo de los republicanos sino también los defensores de los inmigrantes que consideran que el gobierno actual debe destinar más recursos y energía para promover la reforma migratoria y resolver la crisis en la frontera.
Biden sabe bien que, de no atender el problema, le estallará en las manos y complicará la aprobación del resto de su agenda. Por ello decidió encargarle el asunto a la vicepresidenta Kamala Harris. Un primer paso se ha dado en la dirección correcta: la reunión de la funcionaria con los presidentes de México y Centroamérica en busca de soluciones.
Esto no significa que la respuesta esté a la vuelta de la esquina. Las causas por las que la gente huye de sus países de origen son complejas y difíciles de atacar. Tanto en México como en Centroamérica, la violencia, la corrupción y la miseria están profundamente arraigadas. El combate a esas lacras requerirá de un enorme esfuerzo de cooperación y voluntad política entre todas las naciones involucradas.
Mientras tanto, Biden debe continuar aquí con la tarea de impulsar la reforma migratoria y tratar a quienes han llegado a buscar refugio como lo que son: seres humanos que necesitan ayuda para sobrevivir.