
Es lógico que algunos cubanos acaricien la idea de que el nuevo vicepresidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, pudiera convertirse en el primer civil jefe de gobierno en la isla en más de 60 años, o en el Mijail Gorbachov criollo que podría abrir un proceso de transición a la democracia.
No pertenezco a este club de optimistas. Tengo razones para pensar que, más allá de llamarse igual (Mijail significa Miguel en ruso), Díaz-Canel difícilmente podrá parecerse al ex líder ruso, y que de asumir la presidencia sería otro Osvaldo Dorticós, el presidente cubano de “mentiritas” entre 1959 y 1976.
El general Raúl Castro anunció en febrero pasado que se van a hacer modificaciones a la Constitución. Se refirió al límite de 10 años para ejercer cargos públicos y un máximo de edad. No dijo qué otros cambios habrá, pero las apuestas apuntan a Díaz-Canel.
Es que el dictador, que cumplirá 82 años en junio, podría no cumplir su mandato en 2018, y un civil que no forma parte de la exclusiva élite militar que dirige el país sería el nuevo jefe de Estado, Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), y jefe del Gobierno. Todo a la vez como estipula la Carta Magna, pero sin ser el Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba (PCC) –el “número uno” de la nación según la Constitución–, que le correspondería al Segundo Secretario, José R. Machado Ventura.
Díaz-Canel no sería el dictador constitucional, pero sí lo sería de hecho por ser el jefe máximo de los tres ejércitos de la isla, la aviación, la marina de guerra, la Seguridad del Estado y todas las fuerzas represivas; y Presidente con poderes reales. Eso sobrepasaría su actual condición de “número dos” del Gobierno, en la que lo situó el general Castro para disimular el tufo castrense de su régimen y hacer creer que se avanza hacia la renovación de la gerontocracia dirigente.
Como en cualquier autocracia militar, en Cuba el jerarca más poderoso es el Comandante en Jefe, no importa lo que diga la Carta Magna. Fidel y Raúl han sido los “hombres fuertes”, no por ser los jefes del partido, sino por ser los jefes militares indiscutidos.
Lo que pasa es que siempre ambos cargos han sido monopolizados por una sola persona. Con Díaz-Canel de presidente por primera vez el líder del Partido Comunista no sería el jefe del Gobierno y comandante supremo. Y tendría más poder real que el jefe del PCC, algo insólito.
¿Destituiría la junta militar a Machado Ventura para designar a Díaz-Canel como Primer Secretario del PCC y ungirlo como nuevo dictador, por encima de generales y comandantes “héroes de la revolución”, con cicatrices en el cuerpo y experiencia en el campo de batalla en Angola, Etiopía, Siria, Argelia, Congo, Guinea Bissau y Nicaragua, y que son aún “jóvenes” sexagenarios o septuagenarios?
Por ejemplo, el general de tres estrellas (cuerpo de ejército) Abelardo Colomé Ibarra, de 73 años, actual ministro del Interior, además de ser un comandante histórico de la Sierra Maestra y de haber combatido en Playa Girón, fue comandante de una brigada militar en Argelia en combates contra el ejército de Marruecos. Luego estuvo en la guerrilla de Jorge Ricardo Masetti en Argentina. Posteriormente se fue con el Che Guevara a combatir en el Congo, más tarde participó en Siria (alturas del Golán en la batalla de Yom Kipur, 1973) combatiendo al ejército israelí, y fue comandante de tropas en Angola y Namibia contra el ejército de Sudáfrica.
Como Colomé hay otros generales y con menos edad. Por tanto, lo realista es pensar que la cúpula militar colocaría como primer secretario del partido a uno de los suyos, que no podría ejercer como nuevo faraón sin ser presidente y jefe militar.
Repartir el pastel
Habría que “hacer algo”. O bien defenestrar a Díaz-Canel y nombrar a un general como presidente y jefe del PCC; o dejarlo con todos los poderes, pero sólo nominalmente. Claro, su carácter de marioneta sería tan evidente que socavaría la imagen de civilidad institucional que el régimen vende al mundo.
En la Unión Soviética ocurrió algo similar en 1964, cuando fue destituido Nikita Kruschev, quien era secretario general del Partido Comunista y comandante en jefe de las fuerzas armadas, y jefe del Gobierno (primer ministro) con poderes ejecutivos omnímodos.
Mediante una “troika” se repartieron el pastel para que nadie tuviera los poderes de monarca absoluto que tuvo Stalin sobre todo. Leonid Brezhnev sustituyó a Kruschev como secretario general del partido y comandante supremo. Como jefe de Gobierno quedó Alexei Kosyguin, y Anastas Mikoyan pasó a ser jefe de Estado como presidente del Presidium del Soviet Supremo (Consejo de Estado), ambos con poderes limitados.
Una repartición parecida la podrían diseñar ahora los propios hermanos Castro para que nadie más pueda gozar de la omnipotencia feudal que ellos tuvieron. O podrían crear un cargo separado para la jefatura de las FAR, como en China, donde el comandante en jefe es el presidente de la Comisión Militar Central de la República (CMC), al mando de 2.5 millones de hombres. En Beijing la jefatura de la CMC usualmente la ostenta el jefe del Partido Comunista, pero Deng Xiaoping luego de retirarse en 1987 como secretario general del partido la siguió presidiendo.
Si el actual primer vicepresidente asumiese como presidente con poderes ejecutivos reales se parecería más al presidente Manuel Urrutia en enero y febrero de 1959, que a Dorticós. Urrutia durante 45 días tuvo poder ejecutivo real, pero era Fidel, sin cargo alguno en el gobierno, quien gobernaba desde su residencia de Cojímar como comandante en jefe del Ejército Rebelde. Dorticós, en cambio, nunca tuvo oficialmente poder ejecutivo. El 7 de febrero de 1959, nueve días antes de desplazar a José Miró Cardona y asumir como primer ministro, Castro redactó e impuso la llamada “Ley Fundamental”, que dejó sin efecto la Constitución de 1940.
El presidente ‘cuchara’
Con aquel golpe de Estado “legal” Castro convirtió la figura del primer ministro en jefe del Gobierno, por encima del Presidente de la República; abolió el Congreso y pasó al Consejo de Ministros la facultad de redactar y promulgar las leyes. Concentró en sus manos todos los poderes, aunque “provisionalmente”. Al tomar posesión como primer ministro, el 16 de febrero de 1959, dijo: “No me importa ningún cargo público, no me interesa el poder”.
El presidente de la República devino jefe de Estado de cartón. Un cargo apenas protocolar con la misión de recibir las cartas credenciales de los embajadores y representar a Cuba internacionalmente. Recuerdo bien que a partir de entonces, con el clásico humor criollo, a Urrutia la gente lo llamaba “cuchara”, porque “ni pincha ni corta”.
Cinco meses después, el 17 de julio de 1959, cuando Urrutia comenzó a hacer resistencia al rumbo comunista del gobierno, Castro en una hábil maniobra de manipulación del pueblo renunció como primer ministro y acusó a Urrutia de traidor a la revolución.
Rápidamente una multitud se concentró frente al Palacio Presidencial. Miles de estudiantes universitarios hacia allá nos fuimos en manifestación. Me acuerdo que Urrutia salió a la terraza del palacio y no podía apenas hablar ante tantos gritos. En pancartas se leía: “Que se vaya Urrutia”. Esa misma noche, mientras Fidel insultaba y amenazaba por la TV al jefe de Estado, éste renunció. Castro nombró a Dorticós, y 15 meses después convirtió a Cuba en el único país comunista de las Américas.
De regreso a 2013, recordemos que en política casi nunca sucede lo pronosticado. Podrían presentarse escenarios sorprendentes, muy distintos a los aquí sugeridos.
No obstante, lo que parece estar claro hoy es que Díaz-Canel no tiene “pedigree” castrista suficiente para ser dictador, y sí el necesario para emular con Dorticós, Urrutia, o Mikoyan.