Por más que el discurso conciliador que rige en toda diplomacia –incluso la que surge después de un periodo de guerra— invite a superar civilizadamente una cadena de oprobios, está en la mente de cada ser humano aceptarlo o no. Actualmente se ha convertido en un eslogan decir que después del 11 de septiembre de 2001 “el mundo ya no es el mismo”. Pero, ¿cuántas veces el mundo ya no ha sido el mismo después de un acontecimiento histórico, sin que la conciliación a que se aspira sea plena?
Aun hoy hay quienes, al leer la forma como fue arrasada Cartago hasta sus cimientos en el 147 a.C. por lo romanos e independientemente de las razones de esa contienda bélica, quedamos pasmados por el sadismo con el que un ser humano destruía a otro hasta no dejar vestigios de su presencia en esta tierra. Cuántos siglos han pasado, y cuántas guerras, para darnos cuenta de que el mundo, al final, quiere seguir siendo el mismo.
Se olvida, por otro lado, que después de la Guerra de Irak iniciada en 2003 también se ha dividido la historia en lo que va del Siglo XXI, y que de hecho para la generación de estadounidenses e iraquíes que protagonizaron esa lucha forzada con base en una mentira será difícil extirparla de su memoria, sobre todo para los niños de aquel país, cuna de la civilización, que vieron cómo sus padres y hermanos, madres y hermanas, amigos, maestros y vecinos padecieron igualmente un acto ignominioso e injustificable como el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York donde murieron casi tres mil personas inocentes.
A 10 años de distancia ya se ha asumido que nunca hubo tales armas de destrucción masiva que “justificaron” la invasión, e incluso lo aceptan quienes al principio se mantenían reacios a tolerar una opinión moderada y solo atinaban a vituperar iracundos a quienes se opusieran al discurso oficial de ese momento. La historia y el recuento de la misma los ha puesto en su lugar.
Ya se ejecutó a Saddam Hussein y se nos ha dicho que el mundo es mejor con la eliminación de Osama Bin Laden (sin cadáver visible de por medio). Pero día con día las agencias y los medios internacionales de información reportan que las hostilidades continúan en diversas ciudades iraquíes, lo mismo que en el territorio afgano, mientras que en este lado del mundo, una década después, se ha creado en Estados Unidos una sociedad sumida en la “cultura-de-las-alertas-por-amenaza-creíble”.
Y es cierto que no se ha vuelto a sufrir un atentado –salvo los de terroristas internos que atacan en escuelas u otros lugares públicos, fenómeno que no se ha podido detener del todo–, pero eso no debe ser obstáculo para que a quienes perdieron a sus seres queridos en el World Trade Center se les niegue una respuesta, además de respetuosa, creíble de lo ocurrido, pero no de una manera segmentada, como si todo hubiese empezado aquel fatídico día, sino con causas probadas de por qué el mundo, y sobre todo Estados Unidos, llegó a ese punto tan trágico en un periodo de modernidad en el que las guerras, por ejemplo, deberían ser consideradas ya elementos anacrónicos para la futura convivencia.
El mundo se moderniza en todo, menos en el ámbito del poder por el poder mismo.
Para los investigadores, el retruécano histórico de ese periodo será un ejercicio muy entretenido de explicar en los posteriores libros de historia: cómo se mantuvo a un pueblo, el más avanzado del planeta, en la creencia de que en ese “acto de guerra”, como se tipificó desde el principio, estaba involucrado Hussein, para luego derivar en que la responsabilidad recaía en las fuerzas del Talibán y, consecuentemente, en Bin Laden. Es decir, para la cultura occidental, básicamente EEUU, los culpables siempre serán los otros.
Quienes diseñaron este principio de siglo a partir de la violencia internacional –tanto en Oriente como en Occidente— no se percataron de que se estaba creando, entre otras cosas, una o más generaciones de odio: por un lado, estadounideses que vieron en el derrumbe de las Torres Gemelas no solo un acto de guerra, sino una ofensa en territorio nacional; por otro, iraquíes que en 2003 tenían entre 10 y 15 años de edad ahora conforman un grupo importante que no olvidará fácilmente y en cuya perspectiva histórica estará la reivindicación del honor y la reparación del daño infligido a sus antecesores. Podrían ser pacientes para llegar a ese momento, pero también podrían no serlo.
Estados Unidos seguirá siendo para ellos el enemigo a vencer, el gigante a derribar, el poder que los humilló como pueblo, sin que tuvieran la culpa de ello.
En el fondo, el mundo no cambió; en todo caso, ha vuelto a dar muestras de que seguirá siendo el mismo: diversos bloques regionales cuya enemistad está amparada por la cantidad de armas e intereses que cada uno posea y quiera incrementar a la menor provocación.
Esa demostración de poderío militar –que sirvió, como cada guerra, para dar salida a la producción de arsenales en los que se invirtieron miles de millones de dólares— es una muestra elocuente de que la correlación de fuerzas no va a modificar su esencia: la realidad del más fuerte siempre será la ficción del más débil.
Y en medio de todo ello, generaciones y generaciones perdidas en el propio espejo de la Historia.