Un día sin Monsiváis

David Torres

Toda muerte cercana duele, es cierto. A mí se me ha muerto mi padre, mi abuelo, mi abuela y, este año, la mujer con la que compartí una de las etapas más importantes de mi vida. Y decir que duele una muerte no tiene que ver solamente con el vacío que deja en los sentidos, sobre todo en la mirada que se convierte en la escucha más intima de lo imposible a la hora de quedar solo, en el desamparo que el abismo de la otredad diluida en el abstracto del no-tiempo te hereda como una máscara hecha de espejos. Tiene que ver también y sobre todo con lo que la piel de la memoria registra y no registra para su propio beneficio: una ausencia es también la invisibilidad de uno mismo, especialmente cuando el hilo conductor de cierta etapa de nuestra vida tiene que ver con una estética literaria divulgadora de lo incognoscible, reveladora de lo que se construye a partir del pensamiento. La obra de Carlos Monsiváis, debo decirlo, ha sido parte de mi formación intelectual y periodística dentro y fuera de mi propia palabra, que es decir lo mismo dentro y fuera de mi propio país.

Recibir en Los Ángeles la noticia de su muerte ocurrida a los 72 años en el D.F. el sábado 19 de junio, un día después del deceso de otro grande de la literatura universal como lo fue el escritor portugués José Saramago, me conmovió profundamente, pero al mismo tiempo me dio margen para valorar en plenitud de facultades lo mucho que la influencia monsivaiana ha ejercido en ya varias generaciones de conciencias que no se conforman con pasar la vida como transcurre el vuelo de una mosca.

‘A ustedes les consta’ y ‘Días de guardar’ fueron los primeros libros de Monsiváis que, por alguna razón, llegaron a mis manos en una época en la que leer no era una práctica común entre otros adolescentes que me rodeaban, hace ya casi tres décadas. ¿Quién era ese escritor? ¿Por qué escribía así? ¿Qué parte de su estilo seducía más, si la edificación lingüística de sus palabras o la temática de sus textos?

Mientras trataba de responder esas preguntas aumentaba el interés estético por ese desmenuzamiento que Monsiváis (nacido en la Ciudad de México en 1938) hacía de lo popular, especialmente de lo popular-mexicano que, en una sociedad marcadamente estratificada, siempre ha tendido al ninguneo de lo que no se parece al modelo social concebido desde las élites, una actitud que también se padece en Estados Unidos, sobre todo cuando se hace referencia a aquel inmigrante que tampoco encaja en el concepto elitista de las migraciones, que no está en Harvard estudiando un doctorado ni tiene tiempo de comprarse un iPod o de ‘tuitear’ desde la comodidad de su propio espacio-tiempo, pues está pidiendo junto a otros jornaleros trabajo en una esquina o realizando labores del campo, o bien cuya prioridad es, sin darse cuenta, hacer historia con su propio esfuerzo.

Rescatar esa parte fundamental de la sociedad mexicana, que es su voz y su pasión por lo popular, es lo que reconocí de inmediato en la escritura de Monsiváis. Pero al decir popular, el término es mucho más abarcador que el estereotipo en que pudiera incurrir propiamente la palabra: lo mismo hace conexión con la poesía, que con la filosofía o el cine; con los movimientos sociales que con la defensa de los derechos humanos; con los temas estrictamente literarios que con los políticos o con la música. Esto es, sus textos popularizaron –aún lo hacen– el conocimiento de lo que somos y hemos sido a lo largo de la historia, nuestra propia historia. Y al mencionar esto, Monsi, como se le llamaba de cariño, se sumergió también en el Siglo XIX mexicano para escarbar desde ahí lo que quizá fueron los lineamientos del liberalismo que, a la postre, dieron forma a estadios más democráticos que tuvieron que pasar necesariamente por periodos de violencia, los cuales mermaron –todavía hoy– un desarrollo deseado con y hacia otras vertientes.

Sin embargo, país al fin y al cabo, completo en muchos sentidos e incompleto en otros tantos, México mantiene en su cotidianeidad histórica –ese eterno tema de las crónicas monsivaianas– la vibrante necesidad de ser explicado y autoanalizado en cada protesta callejera, en toda creación literaria, en las zonas amorfas de nuestro inconsciente colectivo, en la solidaridad tras una desgracia, en un nuevo poeta, en la inequidad de los abismos sociales que seguirán produciendo, por ejemplo, emigrantes involuntarios que dan vuelta a la tuerca de la Otredad cuando el sinsentido de la marginación se hace presente.

‘Escenas de pudor y liviandad’, ‘Nuevo catecismo para indios remisos’ o ‘Amor perdido’ –títulos que en sí mismos ya son clásicos y un anclaje inmediato al estilo del escritor y periodista– son otros de los más de 50 libros que Monsiváis ofreció a sus lectores como una especie de compilación de lo inefable, de aquello que requiere de un orfebre de la palabra para acomodar con precisión y contundencia al mismo tiempo todo aquello de lo que otros escritores menos comprometidos evitan abordar.

Verlo en una esquina tomando notas tras observar una manifestación en el Zócalo de la Ciudad de México o en cualquier otra parte del país, y esperar con avidez al día siguiente su crónica en alguna publicación nacional, denotaba que ya Carlos Monsiváis era el imán periodístico que alcanzaba todos los registros para convertirse, él mismo, en un personaje a la par de la historia, en una realidad que con bastante frecuencia se adelantaba visionariamente a su tiempo. ‘Unomásuno’, ‘La Jornada’, ‘Proceso’, ‘El Universal’ y tantos otros medios sirvieron de puente entre él y una sociedad que esperaba con avidez al día siguiente para ver cómo era radiografiada en cada párrafo del escritor.

Sí, ha pasado solo un día tras la muerte del también autor de ‘Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza’, ‘Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja’ y de la infaltable ‘Por mi madre, bohemios’, y ya se siente su ausencia, esa que de algún modo se manifiesta en su último libro: ‘Apocalipstick’, donde reacomoda en una especie de gran vecindad los temas que hacia dentro de sí mismo persiguió y lo persiguieron en la ciudad que descifró sin otro afán más que el de expresarle un infinito enamoramiento.

En deuda quedamos, por supuesto, quienes decidimos seguir por el sendero periodístico-literario para explicarnos a nosotros mismos en nuestra propia realidad, a partir de la enseñanza directa e indirecta de las crónicas y ensayos de este autor imprescindible, de este coleccionista de trocitos de historia que han derivado en la creación del Museo del Estanquillo, en pleno centro del DF.

Un día sin Monsiváis, en efecto. Y tantos días que le han quedado por contar.

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