En un país predecible

David Torres.

La baja estima que en torno a la posibilidad de una trascendencia histórica ha tenido una sociedad tan asustadiza y moldeable como la estadounidense ha aflorado nuevamente en la contundente respuesta electoral del pasado martes 2 de noviembre, cuando el rostro más conservador del país –animado esta vez en gran medida por discursos antiinmigrantes—volvió a sonreír, al lograr la mayoría de la Cámara de Representantes, entre otros triunfos.

Miedo o frustración ante las decisiones del actual gobierno motivaron, inevitablemente, a castigar con el voto al inquilino de la Casa Blanca, que heredó, hay que decirlo, una situación que ha mantenido “in extremis” la esencia sistémica de la economía.

Pero dos años atrás, el rostro más liberal de Estados Unidos –animado en aquella ocasión por el hartazgo de los privilegios y las mentiras—había dado a su vez un viraje con la elección de Barack Obama a la cosmovisión política e ideológica que se había instalado en Washington, como una especie de buscapleitos internacional de la más baja estofa, y que en realidad había perpetuado la imagen imperial que tanto se le ha criticado casi desde su nacimiento como nación.

Esta dicotomía que se arropa con el halo de la democracia ha sido repetitiva a lo largo de su historia, perpetuando la alternancia actualmente de dos partidos –el Republicano y el Demócrata– que en esencia son su propio candado a la hora de tomar decisiones, en medio de las cuales, por supuesto, el conglomerado social siempre queda a la expectativa, insatisfecho por lo que hace un bando o por lo que no logra el otro, con el agregado momentáneo ahora del llamado Tea Party. Sentido democrático, le llaman los teóricos. La “ley de Herodes”, le dicen en otras partes.

Sin embargo, en lo que le resta de gobierno a Obama una vez que ha fracasado en los asuntos domésticos, y en los cuales encontrará un escollo tras otro con el futuro liderazgo republicano de John Boehner en la Cámara Baja –y este cuerpo legislativo a su vez se verá impedido de cristalizar su propio trabajo frente al derecho de veto presidencial–, seguramente habrá sorpresas no sólo en el discurso sino en la acción.

Como cualquier otro mandatario en iguales circunstancias, Obama retomará temas que le ayuden a afianzarse en una posición de liderazgo, tal como lo hicieron predecesores como Reagan, Clinton o Bush Jr. Y en ese sentido, la política exterior sigue siendo uno de los platos fuertes del capital político del actual presidente. No ha sido gratuito que desde el principio de su mandato Obama haya condenado la guerra en Irak y, al mismo tiempo, promovido con singular insistencia la acción bélica en Afganistán, como una especie de carta guardada en el juego de naipes de la geopolítica actual.

Y es precisamente en el ámbito internacional donde aún Estados Unidos mantiene presencia y hegemonía en la toma de decisiones importantes que repercuten de manera multilateral, y es en esa vía por la que quizá Obama encaminará sus próximos pasos, antes de que otras naciones como China y Rusia, o bien el bloque europeo, se coloquen a la vanguardia planetaria en los temas verdaderamente trascendentes, a decir de la economía, la política y, quiérase o no, las migraciones, cuya utilización en plural de este término ya va siendo necesaria en esta etapa de la historia mundial.

En efecto, si bien la debilidad económica en que se encuentra Estados Unidos en este momento fue la clave del voto de castigo contra el actual gobierno, no debe ser menos importante tomar en cuenta que el ultranacionalismo llegó de la mano de la recesión a las urnas en los pasados comicios. El identificar al inmigrante –indocumentado o con documentos- como potencial “peligro” es una actitud de algunos sectores sociales que vuelve a abrir ese capítulo inconcluso de la discriminación y del racismo, que se profundiza más en momentos de crisis. La reelección de la gobernadora Jan Brewer en Arizona es el ejemplo más concreto, sobre todo en el contexto de la ley SB1070, tan condenada por unos pero tan favorecida por una considerable mayoría, dentro y fuera de ese estado, y también dentro y fuera de la comunidad hispana.

En fin, que tanto la política exterior como el tema migratorio podrían ser dos de los asuntos que evitaran una caída mayor de Obama y su partido. En el primer caso, dada la cultura bélica estadounidense, tendría prácticamente en el bolsillo un respaldo sin tanta oposición; en el segundo, tal como lo hizo Reagan en su momento, lograr una reforma migratoria lo catapultaría a un nivel de “héroe de las minorías”, que poco a poco sufragan más. Y el peso del voto latino ya no puede ser sino tomado en cuenta cada vez con más interés.

Pero en un país tan predecible, donde tradicionalmente no vota más allá del 50% del electorado, la conclusión a la que inevitablemente se llega es que, Obama o cualquier otro (demócrata o republicano), no es más que un presidente de Estados Unidos que sólo sigue las reglas del juego. Para bien o para mal de sus intereses nacionales.

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