
Es el estado más pobre y más violento de México. Produce el 98 por ciento de la amapola del país, de donde se procesa la goma de opio y heroína que es enviada a los Estados Unidos.
Su territorio se ha fragmentado en un rompecabezas disputado por al menos 10 organizaciones delictivas. La presencia del narco, la guerrilla y las bandas criminales ya está en 62 de sus 81 municipios y es la única entidad donde se han podido comprobar violaciones a los derechos humanos de manera constante y sistemática.
No es un accidente o un hecho al azar que las desapariciones forzadas de 43 estudiantes entregados por policías al crimen organizado, hayan ocurrido en Guerrero.
Guerrero vive una inevitable descomposición producto de décadas de estancamiento económico y una compleja red de corrupción. En el estado, siete de cada 10 personas viven en situación de pobreza marginal y desde 2012, tiene la tasa más alta en homicidios dolosos y la tercera en secuestros.
En ese contexto, lo ocurrido a los estudiantes de Ayotzinapa es también un termómetro que mide la pobreza extrema y deterioro social que existe no sólo en Guerrero, sino en el país, y que evidencia las consecuencias nefastas de tener un mal gobierno.
Pero no es la primera vez que alumnos y maestros de la escuela normal de Ayotzinapa han sido censurados, reprimidos y atacados. Esa misma institución fue la cuna intelectual del legendario activista Lucio Cabañas, lo que le ganó el mote de “semillero de guerrilleros”, siendo objetivo de la ofensiva sin tregua del Estado, resultando en que de este sistema de educación popular para el cual se crearon 29 Escuelas Normales Rurales, sólo sobrevivan 15.
Así, Ayotzinapa es la secuela siniestra de una justicia de letra muerta, de la impunidad y de la ignominia; de reformas estructurales y económicas abismalmente separadas de la realidad y de las necesidades de la clase trabajadora y los más pobres. De una reforma educativa que pretende borrar del mapa a las normales rurales.
Es también el eco sordo de un grito de justicia por las decenas de miles de muertos y desaparecidos a consecuencia de una guerra contra el narco que se creó sin estrategia y sin la posibilidad de ser ganada.
Es un vergonzoso episodio de la vida nacional que devela inevitablemente la maraña de corrupción, profundas raíces de autoritarismo y aplastante represión que persisten en México. Es un crimen de Estado.
Ayotzinapa es además un efecto colateral de un pueblo aguantador y manso; sumiso a un sistema de gobierno que no se cansa de apuñalarlo por la espalda, que es ineficiente, corrupto, maquiavélico y mentiroso, que hace alianzas secretas con el crimen organizado y se defiende frente a la opinión pública internacional, con un discurso inverosímil, una verborrea triunfalista y una retórica agotada.
Ayotzinapa ha provocado también la reacción condenatoria y la indignación sin precedente de los mexicanos en su conjunto. Nos ha estremecido las entrañas y sacudido la conciencia. Esta vez es diferente.
Ayotzinapa nos regaló el ímpetu y la esperanza de transformar ese país que nos entregaron plagado de ausencias, intimidación y lágrimas. Ese país sin lápidas, ni epitafios, convertido en un campo minado de cadáveres sin identidad y sin patria.
Algo cambió.