
La llegada de la izquierda o de líderes populistas al poder en la mayor parte de América Latina no ha sido un efecto tardío de la revolución cubana como creen muchos gobernantes de la región, que se sienten agradecidos a los hermanos Castro, les rinden pleitesía y le dan oxígeno económico y político a la dictadura que ellos encabezan.
Es exactamente al revés, los partidos y movimientos nunca habrían constituirse en gobiernos si hubiesen hecho caso al insistente llamado cubano, durante décadas, a incendiar Latinoamérica para lograr la “liberación nacional”, derrotar a la burguesía y el imperialismo yanqui, e instaurar dictaduras del proletariado desde el Río Grande a la Patagonia.
De manera que son Raúl y Fidel Castro, y toda la cúpula comunista isleña –aunque no lo digan– quienes están agradecidos a la izquierda continental. No es al revés.
La revolución cubana no sólo no desbrozó el camino para el giro a la izquierda que dio la región, sino que lo impidió durante mucho tiempo. En rigor, la única contribución del castrismo fue la desesperanza y la frustración. Al implantar en Cuba una brutal dictadura vitalicia, y con su colosal fracaso económico y social, los Castro probablemente pusieron fin al sueño utópico socialista de mucha gente en Latinoamérica. ¿Salvo los chavistas dirigidos desde La Habana, quién aspira hoy a construir el socialismo marxista-leninista-cubano en América Latina? ¿A qué izquierda representa hoy el castrismo?
La asunción al poder de la izquierda, o el regreso del viejo populismo en varias naciones –que entre otras cosas han convertido a la OEA en una entidad inservible, incapaz de tomar acción en la crisis venezolana–, constituyó una derrota ideológica y estratégica para los Castro.
Y aunque suene absurdo, ellos se alegran. Si los partidos políticos de izquierda se hubiesen guiado por las “orientaciones” de Fidel, y del Che Guevara en su momento, no habría en Caracas un gobierno que con subsidios por más de $10,000 millones anuales mantiene a flote la economía de la isla.
En 1966 Castro organizó en La Habana la Conferencia Tricontinental, donde surgió la Organización de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAAL), brazo político castrista para fomentar la revolución mundial, cuya estrategia quedó definida en 1967 al publicarse en la revista “Tricontinental” el llamado del Che Guevara (ya estaba en las selvas bolivianas) a crear “dos, tres, muchos Vietnam”. Al frente de la OSPAAL Castro colocó a uno de sus colaboradores más cercanos, el comandante Osmani Cienfuegos.
A partir de entonces se dispararon en Latinoamérica los actos terrorista dinamiteros, atentados a líderes políticos, secuestros de empresarios, asaltos a bancos para obtener fondos para la revolución. Las guerrillas rurales y urbanas se multiplicaron.
Aunque el proyecto del Che de crear un “foco guerrillero” en el corazón de Sudamérica que se extendería a toda la región colapsó en Bolivia, Castro siguió insistiendo en el empeño. Y Cuba entrenó, armó o apoyó financieramente a las guerrillas latinoamericanas: los Tupamaros en Uruguay, los Montoneros y el ERP en Argentina, las FARC, el M-19, y el ELN en Colombia; el FPMR y el MIR en Chile, las FALN y el MIR en Venezuela; Sendero Luminoso y el MIR en Perú, las FAR y el EGP en Guatemala, el FSLN en Nicaragua, y el FMLN en EL Salvador, para citar las más conocidas.
Con toda aquella violencia de inspiración castro-guevarista no se logró la “liberación” latinoamericana, sino la salvaje reacción del “gorilato” continental. Se consolidaron las dictaduras militares fascistoides, o su instauración donde no las había.
La sangre y fuego promovidos por Cuba constituyeron un rescate de la fallida “revolución permanente” de León Trotsky, tan irresponsable como ilusoria. Esa estrategia castrista chocaba con Moscú y con el marxismo, pues negaba la lucha política y sindical de los trabajadores. Fue en ese sindicalismo que se forjaron el brasileño Inacio Lula da Silva, uno de los actuales paradigmas de la izquierda continental, y el actual presidente boliviano, Evo Morales.
La ‘partera de la historia’
Convencido de que la violencia es la “partera de la historia”, como proclamó Carlos Marx, Castro acusaba de “traidores” a los líderes de izquierda que participaban en los procesos electorales. “Le hacen el juego a la burguesía y al imperialismo”, afirmaba por la TV, algo de lo que me acuerdo muy bien.
En 1970, cuando Salvador Allende fue electo presidente de Chile, Castro intervino directamente y arrastró a Allende a emprender un proceso de “cubanización” de Chile que finalmente condujo a un golpe de Estado y la instalación de una sangrienta dictadura militar.
El derrocamiento de Allende sirvió a Fidel para reafirmar que la vía electoral era inviable para establecer el “poder revolucionario”. Y el triunfo de los guerrilleros sandinistas en Nicaragua, en 1979, reforzó su tesis de la lucha armada como única vía para lograrlo e incrementó su apoyo material a las guerrillas de El Salvador y Guatemala. El conflicto se intensificó, y tuvo un saldo final de casi 400,000 muertos.
Castro se disgustó con Daniel Ortega cuando decidió realizar elecciones democráticas en Nicaragua en 1990. Me consta que hay muchos testigos en Cuba que saben que Ortega fue a La Habana a explicarle al comandante que era imposible ganarle militarmente a los “contras” antisandinistas, que la guerra ya había costado 30,000 vidas, y que su gobierno estaba bajo una insoportable presión interna y externa para celebrar comicios y terminar la guerra.
El dictador cubano le dijo que no cometiera ese error, pero Ortega lo tranquilizó asegurándole que todas las encuestas mostraban que él iba a ganar las elecciones. Se equivocó, la gente mentía a los encuestadores. La candidata opositora Violeta Barrios obtuvo la victoria. Para Fidel el fracaso electoral sandinista fue una prueba más de que él tenía razón, que en una “revolución” no puede haber pluralismo político, ni elecciones.
Pero hasta la izquierda más iconoclasta y radical adoptó las reglas democráticas, calificadas de “pluriporquería” por Castro todavía a finales de los años 90. Y lo hicieron también algunos remanentes de las guerrillas. Por ejemplo, el actual presidente de Uruguay, José Mujica, era un Tupamaro; Salvador Sánchez Cerén, electo presidente de El Salvador en marzo pasado, era guerrillero del FMLN; y la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, fue guerrillera urbana.
Y la izquierda democrática fue accediendo al poder en comicios limpios en muchos países, aunque también líderes que recuerdan el populismo de hace 60 ó 70 años y que tanto daño hizo a Latinoamérica.
Un nuevo tío rico
En resumen, los Castro no abandonaron la estrategia de la violencia revolucionaria porque al fin “maduraron” y se convencieron de que esa no era la vía para hacer transformaciones sociales. Fue el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela en 1998 combinado con la imperiosa necesidad de que otro tío dadivoso mantuviese económicamente a Cuba como lo había hecho la extinta Unión Soviética.
O sea, la aceptación castrista de la vía democrática no obedeció a razones ideológicas, sino a un pragmatismo forzado por las circunstancias y gracias a que Chávez era un iluso apasionado del castrismo, con una fabulosa chequera de petrodólares, y en pleno control militar de su país.
Y lo que no pudieron los Castro en Chile, en Venezuela sí lo lograron: intervinieron en todas las ramas del Estado venezolano, incluidas la militar y la de inteligencia. Hoy Caracas sostiene económicamente a Cuba, a cambio de un liderazgo político y militar funesto que ha llevado a esa nación sudamericana a su peor crisis política, social y económica en casi un siglo.
El colmo de las ironías es que Cuba, un país de 11 millones de habitantes totalmente arruinado por el socialismo, es la metrópolis que conduce al socialismo a Venezuela, un gran productor de petróleo con 30 millones de habitantes.