
David Torres
Apolonio y Albino, dos de los personajes principales de El apando (1969), una de las novelas más emblemáticas y mejor logradas del escritor mexicano José Revueltas (1914-1976), tienen entre manos en el penal de alta seguridad de Lecumberri, ya desaparecido, un negocio muy lucrativo: el control y la venta de estupefacientes.
Es una actividad que les confiere cierto liderazgo sobre los demás presos y guardias, con todo y la repugnancia que les provoca “El Carajo”, un adicto esquizofrénico y mugroso al que tienen no solamente como cliente seguro, sino, para su desgracia, como compañero en esa especie de celda de castigo dentro de la propia cárcel, donde precisamente los tienen “apandados”, confinados.
Esta magistral pieza literaria fue producto del tiempo que pasó el escritor, luego de acusársele de ser el “ideólogo” del Movimiento Estudiantil de 1968, en dicha cárcel de la capital mexicana (hoy Archivo General de la Nación), desaparecida a finales de los 70 del siglo pasado.
Pero no se hace referencia aquí a esa destacada participación histórica del también autor de Los muros de agua en un momento de profunda intolerancia política en México, sino a la radiografía novelística de su descubrimiento tras las rejas: un sistema penitenciario podrido por la corrupción.
Es decir, Revueltas convirtió en ficción una realidad que ya se vivía en esos días, situación que, según los expertos, a su vez era una herencia histórica de las cárceles mexicanas (la de San Juan de Ulúa, por ejemplo, que duraría unos 150 años, entre la Inquisición, la Independencia y el Porfiriato), algo que quizá ni Michel Foucault imaginó al escribir su libro Vigilar y castigar, sobre el nacimiento de las prisiones en la historia del mundo.
Un vistazo a los centros de reclusión del México contemporáneo le habría aportado un material sin precedente para un capítulo anexo de su investigación.
Y es que la reciente fuga de 29 reos identificados como ‘zetas’ tras la matanza de otros 44 presos, a su vez vinculados con el cártel del Golfo, ejemplifica desde el primer momento cómo estaría siendo controlado en la actualidad no solo el penal de Apodaca, Nuevo León, sino prácticamente todo el sistema penitenciario mexicano: una especie de autogobierno que ha rebasado toda instancia oficial, como descubrió y reveló en su momento la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en su Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria, correspondiente a 2010 y que elabora año con año.
Así haya sido en contubernio o bajo amenaza, 16 empleados de dicho centro carcelario –dos funcionarios y 14 custodios– confesaron su participación en el operativo ilegal que, además, deja entrever al menos dos cosas: por una parte, que ni el gobierno municipal, ni el estatal, ni el federal pudieron hacer nada para evitarlo, con las consecuentes acusaciones entre uno y otro; y por otra, que la delincuencia organizada no va a esperar que sus miembros detenidos pasen el resto de sus vidas tras las rejas.
Para eso han demostrado que cuentan con dinero, armas y, en una palabra, poder, sobre todo en los últimos tiempos en el estado de Nuevo León, específicamente en la ciudad de Monterrey, centro y corazón financiero de la República Mexicana, donde los innumerables hechos de violencia han cambiado esa percepción a sangre y fuego. El incendio provocado por sicarios el 25 de agosto de 2011 en el casino Royale ha sido hasta el momento el clímax de la barbarie que se vive ahí, con más de 50 muertos.
Es decir, una más de las consecuencias de la guerra contra el narcotráfico que se ha extendido a lo largo del actual sexenio es el hacinamiento de las cárceles con las capturas de las que tanto presume el gobierno.
Por simple lógica matemática: los 419 centros penitenciarios con que cuenta México –con una capacidad para unos 186 mil reos– están resultando insuficientes para albergar, además de los presos comunes, los de alta peligrosidad y aun los que están por delitos menores, a miembros de los diferentes cárteles de las drogas, que han trasladado su lucha externa hacia el interior de las prisiones. Tal como quedó demostrado con la violenta y trágica fuga de la cárcel de Apodaca.
Es fácil imaginar el infierno que debe vivirse en las prisiones, con base en el código de extorsiones del que se ha dado cuenta a través de testimonios recogidos por organizaciones civiles y oficiales, nacionales y extranjeras, en torno al pago por derecho de piso, comida, espacio para dormir y tantos etcéteras, que superan toda tolerancia humana.
Realidad que constató también en su momento la Secretaría de Seguridad Pública federal con su reporte de 2010 sobre la población carcelaria, revelando que en cuatro años la cifra de reos pasó de 210,140 a 226,976, un incremento de 8%, lo que en números redondos significaba ya una sobrepoblación de más de 40 mil encarcelados, tomando como base el cupo real de 186 mil.
Otras fugas no han sido menos cruentas que la de Apodaca y, por lo que se ve, no será la última.
Pero baste recordar, por cierto, para constatar que aún es un tema sin solución, la que protagonizó Joaquín “El Chapo” Guzmán el 19 de enero de 2001, durante el sexenio de Vicente Fox, sin que hasta la fecha se sepa su paradero; salvo, claro, los datos que la revista Forbes ha dado a conocer al mundo financiero sobre que el capo está en la lista no solo de los más buscados, sino de los más ricos del planeta.
En efecto, ante esa realidad, el apando ya no está, al parecer, en el interior de las cárceles, sino fuera de ellas pero con una variante: es la sociedad la que está convirtiéndose en rehén de un cautiverio involuntario, “apandada” en medio de una guerra que no tiene fin y de la que tampoco tiene culpa.