
“No es cierto”. Esa fue la primera reacción de incredulidad de un par de colegas chilenos hacia 1990 durante un viaje que este redactor hizo a Santiago, cuando aún las relaciones diplomáticas entre México y Chile no se restablecían, en busca de una historia sobre el “Callejón de las viudas”, una pequeña localidad así llamada desde la época del golpe militar, pues en ese lugar fueron detenidos y desaparecidos desde principios de la dictadura todos los hombres, acusados, sin pruebas, de favorecer al régimen de la Unidad Popular (UP), del depuesto presidente Salvador Allende.
Su contundente “no es cierto” no se refería a ese tema –que lo conocían muy bien–, sino al relato de acontecimientos más o menos similares de persecución y desaparición de opositores en México durante los años 60, 70 y principios de los 80, a través de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad (DFS), a cuyo cargo estaba Miguel Nazar Haro, fallecido hace unos días a los 87 años de edad.
En efecto, fuera de México pocos sabían que durante lo más cruento de las dictaduras militares en Sudamérica y algunos países de Centroamérica, en territorio mexicano ocurría prácticamente en los mismos años una situación semejante, aun en democracia. Algo increíble de entender en naciones que recibían programación televisiva en la que se exportaba la imagen de un país estable, pacífico y, sobre todo, alegre a través de series de entretenimiento como El Chavo del ocho, Siempre en Domingo, XE-Tú o las inefables telenovelas, con el argumento de siempre: la chica pobre que se enamora del patrón rico. No se juzga aquí, por supuesto, la calidad histriónica de sus actores que hicieron legión con sus personajes en todo el continente, ni el genio literario de sus creadores.
Pero remitirse a una época como los años 70 y 80, e incluso un poco antes con el parteaguas histórico que representó la matanza estudiantil en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, conduce inevitablemente a la rememoración histórica de una época de intolerancia política que, al cerrar todos los accesos para una transformación nacional, dio origen a salidas un tanto cuanto extremas, como la creación de organizaciones guerrilleras o el despunte de una oposición política a la que le costó sangre para asentarse en la memoria colectiva en tiempos del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Así, para quienes nacieron en México en la turbulencia de los años 60; crecieron en la aún hegemonía del PRI en los 70 y llegaron a escuchar de la Liga Comunista 23 de septiembre, del Jueves de Corpus, de la lucha de Genaro Vázquez Rojas o la de Lucio Cabañas Barrientos con el Partido de los Pobres; o bien se enfrentaron a una realidad político-económica poco favorable en los 80, el nombre de Miguel Nazar Haro tiene una resonancia histórica nada agradable.
La reciente muerte del exdirector de la temible DFS y creador de la paramilitar Brigada Blanca (señalada de detener, torturar y ejecutar opositores) ha desatado, una vez más, una sensación de impunidad entre los sectores apegados a la defensa de los derechos humanos y entre las familias de perseguidos y desaparecidos en aquellos años, quienes aún claman justicia.
Uno de los primeros nombres que vienen a la memoria en relación con la DFS de Nazar Haro es el de Jesús Piedra Ibarra, detenido y desaparecido hacia principios de los 70, señalado de vínculos con la Liga Comunista 23 de Septiembre, hijo de Rosario Ibarra de Piedra, excandidata presidencial, fundadora del Comité Eureka, senadora, un par de veces candidata al Premio Nobel de la Paz y eterna luchadora social.
Hacia 2004, durante el régimen de Vicente Fox –que creó la también ya desaparecida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), que no sirvió de mucho– hubo un atisbo de justicia al ser detenido Nazar Haro en relación con este caso, pero fue absuelto dos años después.
Lo mismo ocurrió con el caso de la desaparición de miembros del grupo guerrillero Los lacandones en 1974, por el que Nazar Haro fue incriminado hacia 2005, pero al no encontrarse pruebas de plagio y secuestro también fue absuelto en 2006.
Y así como estos, según organizaciones no gubernamentales, entre ellas Eureka, hay más de medio millar de casos documentados de desaparecidos políticos desde aquellas épocas, sin contar muertos y torturados. Cada 2 de octubre, por ejemplo, familias mexicanas marchan portando las fotos de sus seres queridos en busca de una respuesta que no ha llegado en más de tres décadas, pues se hayan equivocado o no en su intento de transformar México en un país más equilibrado y justo en lo social y político desde su personal perspectiva, su lucha los legitima históricamente.
La única justicia, de algún modo, ha llegado en forma de literatura a lo largo de los años, que a su manera ha preservado el eco de esa memoria cruel en novelas como ¿Por qué no dijiste todo?, del escritor Salvador Castañeda, autor también de Los diques del tiempo y La patria celestial; Guerra en el Paraíso, de Carlos Montemayor; La Guerra de Galio, de Héctor Aguilar Camín; Al cielo por asalto, de Agustín Ramos, o La sangre vacía, de Rubén Salazar Mallén.
El cine también ha dado ejemplos con Bajo la metralla, de Felipe Cazals; Rojo amanecer, de Jorge Fons, o el documetal Los encontraremos, de Salvador Díaz.
Una lista no exhaustiva que al menos pone en perspectiva lo que sí ocurrió en el país que Vargas Llosa alguna vez calificó de “dictadura perfecta”.
“Interrogador feroz”, le llamó en su momento el maestro periodista Miguel Angel Granados Chapa a Nazar Haro por la forma y métodos con que realizaba su actividad.
La historia del México de esa época –bajo los regímenes de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Alvarez y José López Portillo– también debería hurgar con más ferocidad para que no haya más dudas respecto a este periodo llamado la “guerra sucia”, pues cuando se trata del tema de la persecución y desaparición de opositores, todos los caminos conducen a Nazar.