Aquel día un manto de polvo negro cubrió el distrito financiero de Manhattan. Bajo toneladas de escombros quedaron sepultados los sueños, las esperanzas y las vidas de miles de personas –– un momento que ha quedado tatuado de manera permanente en la memoria de cada uno de nosotros porque, aquel día, Nueva York y Washington D.C. se convirtieron en epicentros de una tragedia cuyas repercusiones se sienten hoy por todo el mundo. Aunque era evidente, ese día aún más puso de manifiesto que las democracias liberales ofrecen las condiciones óptimas para que el odio de unos pocos destruya, con relativa facilidad, la vida de muchos.
El shock y la convulsión iniciales no tardaron en dar paso al pánico y a la necesidad de venganza que, como era de esperar, se extendieron de manera exponencial por cada rincón de Estados Unidos. Como otras tragedias ocurridas en el pasado, era sólo cuestión de tiempo que del 11S se sucedieran otras tragedias. Y así fue. Las más obvias llegaron en forma de invasiones de Afganistán y posteriormente Irak. Las consecuencias menos obvias son más difíciles de vislumbrar para los que no formamos parte de los círculos de poder, pero no por ello dejan de existir o de afectarnos.
El mundo post 11-S es un mundo distinto. En las semanas y meses posteriores al duro golpe atestado a la democracia estadounidense, llegarían las nuevas medidas del gobierno de George W. Bush. Bajo el pretexto de ‘seguridad nacional,’ el entonces presidente republicano forjó el camino para dinamitar las libertades civiles de sus ciudadanos. Introdujo el Patriot Act, una iniciativa que concede a las agencias de inteligencia y de seguridad toda una serie de derechos impensables en una democracia: realizar escuchas telefónicas, arrestar y deportar inmigrantes sobre los que recaiga la sospecha de pertenecer a redes terroristas, y regular transacciones bancarias. Todo ello sin una orden judicial. En otras palabras, este acta es una herramienta de control que erosiona el derecho del individuo a la intimidad, a la privacidad y a la libertad –– esta última considerada símbolo indiscutible de la democracia occidental.
Un testigo envenenado
Ocho años de política neo-conservadora con el sello Bush parecieron ser una eternidad. El mundo pedía a gritos un un cambio. Y éste llegó. Pero quizá no de la manera que muchos esperábamos porque, el testigo que Bush felizmente cedió al nuevo presidente estadounidense, estaba envenenado. El aterrizaje de Barack Obama en la Casa Blanca hacía presagiar un nuevo rumbo en la política exterior estadounidense. Y aunque se produjeron algunos cambios significativos –– suavizó el lenguaje y el tono de cara al mundo árabe y musulmán –– las expectativas eran tan elevadas, que Obama estaba obligado a realizar concesiones que podrían considerarse impropias de un dirigente demócrata –– o quizá, no tanto.
Uno pensaría que un presidente demócrata restauraría el profundo desequilibrio causado por la administración anterior. La realidad, no obstante, no podía ser más distinta. Como su antecesor, Obama lideró, y lo hizo manteniendo las medidas que Bush implantó tras los ataques perpetrados en tierras estadounidenses. El mundo post-11S ha sido testigo de un hecho que deberíamos evaluar más a fondo: el delicado equilibrio que debiera existir entre las libertades civiles y la seguridad nacional ha quedado gravemente alterado. Pero lo más preocupante es que ni republicanos ni demócratas tienen miramientos cuando se trata de vulnerar el derecho de sus ciudadanos a la privacidad. Algo falla cuando invadimos otras naciones con la intención de exportar nuestro modelo democrático y, a la vez, aniquilamos la esencia de éste en nuestra propia casa. Sin más, el que enviamos al resto del mundo es un mensaje contradictorio y que no inspira confianza alguna.
Terrorismo y la conexión Saudí
Dejando a Pakistán de lado, el 11S nos hizo fijar la atención en una parte del mundo desconocida para muchos y que ha sido objeto de invasiones durante décadas: Afganistán. Y mientras nos dedicábamos a diseñar una ofensiva militar a gran escala para desbancar a los Talibanes del poder y destruir los campos de entrenamiento de Al-Qaeda en este país, desviábamos la atención de otro jugador importante: Arabia Saudita.
Algo se ha hablado y especulado sobre la estrecha relación entre la familia Real Saudí y la familia Bush. Pero lo que no ha sido suficientemente cuestionado es la vinculación saudí en el 11S. Aquel fatídico día, Estados Unidos cerró el espacio aéreo. Sin embargo, varios miembros de la familia real saudí se subieron a un avión y abandonaron tierras estadounidenses. ¿Por qué?
Es más, según las autoridades estadounidenses, ninguno de los terroristas implicados en los ataques a Nueva York y Washington D.C. era de Afganistán, país donde se libra la sucia batalla. Entre los terroristas había ciudadanos de Egipto, Líbano y Emiratos Árabes Unidos. Curiosamente, la gran mayoría era de origen saudí, incluyendo el presunto cerebro de la macabra operación, Osama Bin Laden. Si en algún momento Bush exigió explicaciones a Arabia Saudita, las responsabilidades debieron depurarse de puertas adentro, porque los detalles nunca trascendieron al ciudadano medio.
Nueve años después de los atentados y gracias a Wikileaks, se puede acceder a documentos oficiales en los que la Secretaria de Estado, Hillary Clinton, advierte que “los donantes en Arabia Saudita constituyen la fuente más significativa de financiación de los grupos terroristas sunís en todo el mundo.” Lo que en 2001 era un secreto a voces, está ahora en conocimiento del mundo entero.
La pregunta que me hago es hasta qué punto podemos seguir depositando nuestra confianza en Arabia Saudita –– un país que, desde los años setenta, ha adoptado el Wahhabismo como religión estatal, y que insiste en promover una interpretación literal y rígida del Korán. Es precisamente esta esctricta corriente del Islam con la que se identifican extremistas como el suní Bin Laden. Además, el Wahhabismo ha contribuido a distorsionar y demonizar el Islam.
Mientras los gobiernos occidentales se esfuerzan por esbozar una estrategia efectiva para combatir el terrorismo islamista en casa y en el extranjero, el número de radicales no para de crecer. Debemos dar con una fórmula para atajar el fanatismo religioso. Si bien es cierto que los terroristas han aprendido a sacar el máximo provecho a la libertad que se disfruta en occidente, dudo que erosionar las libertades civiles sea una buena respuesta a este problema. Lo que a modo de reflexión resulta contradictorio es que la libertad, el pilar esencial de toda democracia, sea a su vez su eslabón más débil.
Casi una década después, la sombra del 11S todavía se cierne sobre el futuro de las democracias. Pero en nuestra mano está el adoptar un nuevo rumbo. Cada día construimos con letra propia el camino que andaremos en el futuro. Ahora sólo queda preguntarnos si el que estamos dibujando es el futuro que tanto deseamos.
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